viernes, 24 de febrero de 2012

EL SECRETO DEL VIEJO CEMENTERIO DE SAN MITTRE I


Esta semana todos mis compañeros de la escuela de Escritores yo también estábamos muy preocupados por la dificultad del relato que teníamos que escribir.

Debíamos hacer referencia a un siniestro paraje llamado el Ejido de San Mittre... espero que el mío capte vuestra atención, porque tendrá una segunda parte, os lo prometo, aunque ni yo mismo sé qué pasará. 

Disculpad que haga coprotagonista de la historia a una moto de tres ruedas: Trici.





Hacía un frío espantoso en la cripta. 

Para poder bajar tuve que mover una pesada losa, que ocultaba la entrada desde la Segunda Guerra Mundial. Pero el pánico que yo sentía en ese momento, no se debía a la visión del esqueleto de aquel capitán de las S.S. emparedado vivo que también sino al frío roce que sentía en mi nuca, del cañón de la escopeta de caza.

Quité el último ladrillo del muro y allí estaba el pequeño cofre, tal como señalaba el plano, a los pies del oficial alemán, atado con alambres a una estaca y vestido aún con los restos del uniforme.

-Salaud d'Espagnol… ouvre vite le cercueil ou je te casse la figure.*

Dejé el farol de gas en el suelo, me froté las manos entumecidas y levanté la tapa... Un chirrido rasgó el silencio sepulcral, al mismo tiempo que un destello dorado iluminaba los ojos del francés, inundándolos de codicia. 


Sólo hay dos cosas en este mundo que, por un instante, pueden distraer la atención de un hombre: el cuerpo de una mujer desnuda y el brillo del oro.


Fue todo muy rápido: cogí la Luger del cinto del nazi al mismo tiempo que levantaba, de un manotazo, el cañón de la escopeta. Sonó un atronador disparo doble que pulverizó los huesos del cadáver del capitán germano, haciendo caer hacia atrás al gabacho, al que descerrajé en su cabeza todo el cargador de la pistola. 

Tuve suerte de que el arma fuera alemana, porque no se encasquilló.

Metí los lingotes en mi mochila, agarré el farol y salí pitando, devolviendo aquel siniestro lugar a la oscuridad y a la muerte. 

Después de subir los escalones a brincos, salí al exterior, volví a colocar la losa en su sitio y me quedé quieto, expectante como un búho, para poder ver u oír algo extraño. Hasta que, poco a poco, me calmé.

Olía a fango podrido.

Anduve despacio hasta el borde de la carretera, donde estaba mi moto, firmemente apoyada en sus tres ruedas.

Guardé la mochila en el arcón de debajo del asiento, me puse el traje de agua, el casco, arranqué y giré a la derecha, hacia Niza.

Las rayas blancas del asfalto me guiaban igual que las migajas de pan a Pulgarcito, a través de una niebla espesa como un puré de guisantes. 

“Cuando se sale de Plassans por la puerta de Roma, situada al sur de la ciudad, se encuentra, a la derecha de la carretera de Niza, después de haber dejado las primeras casas del arrabal, un baldío designado en la región con el nombre de ejido de San Mittre…”

Me sabía bien la novela de Émile Zola, La fortuna de los Rougon, tanto, que esa fortuna la llevaba debajo del culo, a 30 km por hora.

Todo había empezado cuando mi anciana tía Gloria, viuda de un excombatiente republicano catalán y sin hijos, me llamó por teléfono a Madrid en un día luminoso de Junio. Quería que fuera a ver la vieja biblioteca de su difunto marido, durante mis vacaciones, y me llevase los libros que quisiera.

Fui a visitarla.

El motor de la MP3 500 LT Sport Piaggio, recién estrenada, ronroneaba de placer por la autovía N-II, en dirección a Zaragoza. Seis horas más tarde, un agradable olor a salitre y matorral mediterráneos impregnaba el aire mientras subía, zigzagueando, por las curvas del Monte del Tibidabo, en las afueras de Barcelona, donde mis tíos habían construido una hermosa masía.

Era una magnífica biblioteca, desde la que se divisaba, a través de un gran ventanal, el Mar Mediterráneo: Humanismo, Geografía, Filosofía, Arte, Historia, Matemáticas, Novela, Ciencias Naturales, Poesía… me puse a hacer un inventario. 

Me extrañó que, semiescondidos, en lo más alto de una de las  estanterías, aparecieran juntos los libros de Los hermanos Karamázov de Fiódor Dostoiesvski y La fortuna de los Rougon de Émile Zola; todos ellos encuadernados en tafilete rojo. Cuando cogí la novela de Zola apenas pesaba. Al abrirla supe el porqué: alguien había recortado su interior para incrustar, en el hueco abierto, una cajita de cartón piedra.

Mira hijo, no quiero saber nada de los líos de tu tío, llévate todos sus libros, véndelos o haz lo que quieras con ellos, pero déjame sitio para poder poner de una vez mis geranios.

La caja de cartón piedra contenía una pequeña llave de cruz y una hoja de papel con varias claves escritas en tinta roja: 

KII13/14/nº12.-

Después de estar todo el día dándole vueltas a aquel misterio, me quedé dormido encima de los dos tomos de la novela de Dostoiesvski. Cuando desperté al amanecer, pegué un respingo, cogí los libros que me habían servido de almohada y busqué entre sus páginas.

KII13/14/nº12.- Karamázov, tomo II, página 13, línea 14, palabra nº 12, desde izquierda = BAJO. 

KII137/30/nº6.-=ESCALERA. 

KI110/20/nº6.-=JARDÍN. 

KI115/30/nº9.-=ORO. 

KII13/27/nº7.-=CAPITÁN.

BAJO ESCALERA JARDÍN ORO CAPITÁN.


La llave de cruz abrió sin dificultad la caja metálica enterrada debajo de los tres escalones de piedra caliza, por los que se ascendía al jardín en terraza, robado a la falda de la montaña.

Todavía siento un escalofrío al recordar cómo el maldito plano que contenía, me llevó hasta Plassans, en Francia, y a su diabólico tesoro oculto en las entrañas del viejo cementerio de San Mittre, donde casi me dejo la vida.

Pero esa es otra historia…

Continuará.

* Cerdo español, abre rápido el cofre o te vuelo la cabeza (traducción libre). 
  
 Marco: 23/02/2012.

sábado, 18 de febrero de 2012

HIPATIA DE ALEJANDRÍA: UNA PRUEBA DE AMOR.


El día 14 de Febrero se dedica a San Valentín, patrón de los enamorados. Este sacerdote dio su vida por casar, contraviniendo las órdenes del Emperador, a los soldados romanos que iban al combate.

Nuestro cerebro, cuando estamos enamorados, nos vuelve ciegos. Idealizamos a la persona que amamos. Quizás por efecto de la oxitocina o de otras hormonas... ¡pero qué agradable es estar enamorados!

Hipatia, una extraordinaria mujer de la antigüedad, encontró un método para "desenamorar" al instante. Que no os ocurra.  
 


Esa noche Ana no podía dormir. Su cerebro se “rayaba”.


¿Raúl la quería realmente? ¿Y por qué a ella y no a otra? ¿Su amor duraría para siempre? No se le ocurría ninguna prueba irrefutable y definitiva que lo probara.  Hasta que tomó una decisión: por la mañana llamaría a Paula, su amiga de toda la vida.  


Soñó con aviones.


Paula Reques Martín, teniente del ejército del aire, primera mujer española piloto de combate, número uno de su promoción. 

Paula ve, decide y ejecuta en Mach 2 el doble de la velocidad del sonido sin que la tiemble el pulso. Una joya. Después de oír a Ana, cogió un libro de su biblioteca. 

Ahí tienes tu respuesta, lee la biografía de esta mujer filósofa y matemática: Hipatia de Alejandría, del siglo IV de nuestra Era ―dijo Paula  y, ya puesta, sigues con Cleobulina, hija de uno de los siete sabios de Grecia; Teano, hija o esposa no se sabe de Pitágoras o Aspasia de Mileto, maestra de retórica de Pericles y que enseñó filosofía a Sócrates.

Paula nunca la decepcionaba. A su lado se sentía siempre segura de sí misma.


“Hipatia era muy bella y explicaba sus conocimientos en el ágora, donde no era corriente ver a una mujer rodeada de varones. 

Se comportaba con naturalidad. Sus biógrafos cuentan que vestía el tribón, un manto sencillo, usado por los  estoicos, para no parecer llamativa. Era prudente y modesta y virgen. 

No obstante pasó lo  inevitable: uno de sus jóvenes discípulos, de una rica familia patricia, se enamoró de ella. Tanto, que cayó gravemente enfermo al no ser correspondido por Hipatia.

Dasmacio, filósofo contemporáneo, nos cuenta cómo la astrónoma curó a su alumno enamorado. 

En una clase Hipatia le enseñó un paño empapado con la sangre coagulada y maloliente de su menstruación.


¿Esto amas? ―le dijo―. Pues esto soy, un menstruo, algo sin valor y nada hermoso.


Sócrates nos describe la trágica muerte de Hipatia: unos fanáticos cristianos dirigidos por Cirilo, obispo de Alejandría, la derribaron del carro que conducía. Luego la arrastraron, desnudaron y lapidaron. Sus miembros descuartizados se quemaron en Cinarón.

Han pasado treinta años desde que Ana hizo lo mismo que Hipatia con Raúl. Su novio resistió la prueba y acabaron casándose. 

Tienen una hija adolescente, Rebeca.

Mamá, una persona está muy enamorada de mí, pero no estoy segura de que me quiere de verdad. ¿Hay alguna manera de saberlo?

Ana aún conservaba el libro de Hipatia de Alejandría. Se lo dio a su hija para que lo leyera en su habitación. Más tarde oyó un grito. 

¡Pero mamá, a mí esta prueba no me sirve de nada, porque quien dice que me quiere es Raquel!


Marcuan. 14/02/2012.

sábado, 11 de febrero de 2012

EL VENDEDOR DE MÁQUINAS DE COSER

Queridos lectores:

En momentos difíciles como los que vivimos, viene bien un poquito de humor. 


En este relato se busca la naturalidad en la escritura, relacionándolo con una profesión. Elegí ésta, casi extinguida ya, conectándola con un caso ocurrido en un piso de Torrejón de Ardoz (Madrid), al que tuvieron que subir los municipales por la denuncia de una vecina, ya que la pareja hispana del piso de al lado,  hacía el amor con demasiada pasión. 


Creían que el marido estaba matando a su mujer.


Ella declaró en comisaría que los gritos eran... de amor. 


Que os divirtáis.





Señoría: Soy inocente. Créame,  porque voy a contarle todo lo que ocurrió con pelos y señales.

Mi abogado de oficio me ha pedido no estar presente.  Tiene la risa floja, empieza y no para, así que teme no poder contenerse y que crea usted que le falta al respeto. Yo, como voy de buena fe y no tengo nada que ocultar, he aceptado que no venga.

¿Puedo empezar ya?

Mi padre me dejó una tienda de máquinas de coser. Bueno, el negocio tuvo altibajos, como todos, pero ahora que hay crisis la gente apaña otra vez sus ropas. A mí me llaman y voy a las casas a hacer demostraciones.

Ese día fui a la calle del Pez, nº 13, 2º A. ¡En qué hora! Oiga usted ¡Que me va a costar la ruina!  La señora que me recibió era una chica  cubana. Y es que con los años de bonanza hubo muchos españoles maduros que se fueron a buscar mujeres jóvenes y guapas a Cuba. Ésta lo era de verdad ¡qué cuerpazo, Señoría!


Me dijo que si la Singer que le ofrecía a buen precio podría coser una falda para que le hiciera juego con su lencería fina. Señoría, usted perdone, pero todo tiene un límite; ver la falda puesta y enseñarme su lencería, que eso no era lencería ni era nada: un tanga hecho con hilo dental, Señoría. 

Nos fuimos a la cama. Puso el despertador para que sonara una hora antes de que viniera su marido; tapó la lamparita de noche con un velo rojo; puso música caribeña… una gozada oiga. Y en esas estamos, la jinetera cabalgando a todo galope y, de repente,  ¡se abre la puerta del dormitorio y entra su marido!

El hombre era asmático y tal como está el aire de Madrid estos días de calor,  pues tenía que llevar una mascarilla con unos tubos de plástico unidos al aparato respirador.  Entonces, la cubana pegó un grito y se cayó de la cama dándose un golpe tremendo en la cabeza. Al caerse se agarró a la lámpara de la mesilla, haciendo saltar los plomos con un chispazo y un estrépito tremendos. Al pobre hombre, del disgusto, le faltó aire y empezó a ahogarse.

Señoría, para que vea que soy inocente y encima me merezco una medalla al buen ciudadano: me quedé a socorrerles. Hice la mili en la Cruz Roja y conozco los ejercicios de reanimación.

Pero Señoría, con tanto escándalo, la vecina de abajo llamó a la policía.   Comprenda lo que pasó luego Señoría, por favor, fue todo muy rápido. 

Entró una policía municipal novata a la habitación, que estaba en penumbra, y se encuentra con un tío en pelota picada en el suelo,  dando porrazos a una cubana en el pecho 
como en la película esa del “Pulpo Ficción” y resoplando de vez en cuando a un señor en la boca, lleno de cables... ¡En ese momento, suena el timbre del despertador! Pues claro, del susto, ¡le pegó un tiro al reloj! y salió corriendo gritando a todo gritar a sus compañeros que: "¡Peligro, bomba, terroristas islámicos!"  Y se armó la de Dios es Cristo.

Señoría, mandaron venir hasta a los G.E.O.S. Pero mire usted, tuve sangre fría. 

Yo a lo mío, con ritmo: porrazos al pecho de  la cubana y soplidos al marido. Hasta que un hombretón vestido de negro, encañonándome, me preguntó que qué hacía. Yo se lo expliqué como pude, claro. 

Aquel capitán llamó a los sanitarios, bajó su arma, se quitó el casco y me estrechó la mano, entre risotadas. 


Y eso fue todo lo que pasó, Señoría. Se lo juro por Dios.


Marcuan (C).

jueves, 2 de febrero de 2012

GROGUI

Todos tenemos recuerdos de la infancia, unos alegres y otros tristes. Quedaron grabados para siempre en nuestra memoria porque nos produjeron una gran emoción.

Las emociones que sufrí en aquella noche aciaga son imborrables y me hicieron ver el mundo de otra manera, a partir de entonces. 





Mi amigo Velázquez tenía 11 años y en esos momentos volaba por los aires, debido al puntapié que le había dado Don Jesús, hasta que se estampó contra el interior del portón de madera maciza del internado. 

Entonces aquella mole cien kilos de cura con sotana y pelo cortado a cepillo vino hacia mí resoplando y me dijo: “Ahora te toca a ti”

Ante un peligro de muerte, existen dos reacciones: te paralizas o huyes. Yo me quedé paralizado. Me gustaría saber el porqué.

Cubrí mi cabeza con las manos, en posición fetal. Los dos primeros puñetazos los aguanté bien, pero aún no estaba entrenado para parar el gancho de derecha, que se coló como un relámpago entre mis codos. 

El brutal impacto me zambulló en una nube de estrellas fugaces. Luego, poco a poco, noté el calor de la sangre que brotaba de mi nariz fracturada. 

Pero encajé el golpe sin caer; sólo me había dejado grogui. 


Mi amigo se acercó renqueando y me sostuvo. Ambos nos abrazamos y así, despacito, bajamos las escaleras que llevaban al refectorio, donde cenaba en silencio la comunidad de internos.

El lector de la Santísima Biblia, desde el púlpito, fue el primero en vernos entrar, callándose en seco. Vinieron a socorrernos.

Velázquez era huérfano de padre y madre y estaba muy delgado. Sus piernas parecían dos alambres sosteniendo unos pantalones cortos. Pero lo más asombroso es que comía por dos. Yo lo sabía con seguridad ya que se sentaba frente a mí, en la mesa de mármol blanco donde cabíamos doce chicos. Tenía el cabello y los ojos muy negros. 

Como estábamos siempre juntos, y yo era muy rubio, nos llamaban Zipi y Zape.

Aquella tarde de invierno nos estuvimos vigilando todo el rato en la hora de estudio, porque nos tocaba turno de cocina para repartir las soperas y bandejas. 

Quien llegaba antes al comedor, tenía el privilegio de elegir luego las mejores tajadas. Así que, en cuanto oímos el toque de campana que avisaba para ir a cenar, salimos corriendo del aula como dos cachorros de galgo.


Velázquez me iba ganando y miró hacia atrás justo al doblar la esquina del pasillo, sin darse cuenta de que iba directo a la barriga de Don Jesús que, de pie, estaba leyendo su Libro de Oraciones. 

Don Jesús no pudo evitar el choque: pegó un respingo, soltó un grito y dándonos dos cachetes, nos castigó de rodillas. Al pasar, nuestros compañeros nos hicieron burla.

Cuando con un gesto mandó que nos fuéramos, yo pude contener la risa, pero Velázquez no. Y aquel al que llamábamos padre, creyendo que nos reíamos de él, entró en cólera divina.

Veinticinco años después volví a ver a Velázquez en una comida de antiguos alumnos. Le conté que me había tenido que operar de la nariz, por desviación del tabique nasal. 


Zape, sonriente, me dio un abrazo de despedida diciéndome: “Zipi, a mí me sigue doliendo la patada en el culo todas las noches”.


Marcuan. 02/02/2012.