jueves, 22 de marzo de 2012

PAQUITO

Esta vez va de "profes". En la Escuela de Escritores nos pidieron describir una escena. Espero que la veáis igual a como la vi yo, hace algunos años. 
He cambiado el nombre del alumno, pero en el Instituto todavía se acuerdan de él. Ahora está casado y es un buen padre de familia. Cosas de la edad.
Me voy unos días a "caerme de Europa" cuando me bañe en la mar océana de Cádiz. Justo al lado de "Las columnas de Heracles" ¿os suenan?.
Os deseo unas buenas vacaciones y pensad que queda menos para que acabe la crisis económica: no es eterna...






Me tocaba guardia, así que me apresuré a tomar el té y las dos piezas de fruta en la sala de profesores. En todo el Instituto resonaron los timbres para que dieran comienzo las clases después del recreo y me fui rápidamente al aula de estudio. Faltaban diez minutos para que a Paquito le expulsara el profesor de Matemáticas. No fallaba.


Paquito era gitano. Cuando fui su tutor en primero de la E.S.O. tenía doce años y era medio analfabeto y muy gracioso. Ahora tenía dieciséis y no era gracioso, pero había conseguido seguir siendo medio analfabeto.


El aula de estudio era pequeña, muy estrecha, con un par de televisores y vídeos polvorientos encima de unas plataformas metálicas. Se empleaba para recibir a los alumnos que echaban los profesores por mal comportamiento en clase. Seis pupitres, un encerado en la pared lateral y la mesa del profesor, que daba la espalda a la ventana. Todo lo que entraba por la puerta, en el lado opuesto, quedaba iluminado como en una película.


-¡Me cago en todos vuestros muertos! ¡Yo no he hecho nada! ¡No me toquéis, eh, no me toquéis!


El director, Paquito, el jefe de estudios y el profesor de Matemáticas, entraron en tropel en el aula de castigo. Me dieron ganas de salir corriendo, pero no tenía escapatoria, la ventana estaba en un segundo piso.


-¡¡¡Siéntese usted!!! –dijo el director, al borde del infarto.


-¡¡¡No me da la gana!!! –le gritó Paquito, desde su metro ochenta.


-Francisco, por favor, siéntate aquí y estate tranquilo, ahora hablaremos tú y yo –intervine.


Milagrosamente Paquito me hizo caso. Los demás salieron. Cerré la puerta. Había tanta tensión en el aire que respiraba, que tuve miedo de que nos fulminara un relámpago.

Paquito rompió a llorar, metiendo la cabeza entre sus brazos, encima del pupitre. Cuando me miró, con aquellos ojos de color mostaza, sentí pena. 


-Oye Paquito, gracias por obedecerme y ahora coge aire por la nariz y sácalo por la boca, despacio, ya verás cómo te vas tranquilizando poco a poco -estuvimos haciendo tres o cuatro inspiraciones y espiraciones. La sofronización dio resultado, igual que en las artes marciales.


-Y ahora, Paquito, toma el ABC de hoy y ponte a leer toda la lista de la página treinta.


Faltaban cinco minutos para el timbrazo de cambio de clases. El jefe de estudios vino a ver qué hacía Paquito. Al verle leer con tanta atención, me preguntó qué estaba leyendo.


-Contactos –le dije.                              

domingo, 18 de marzo de 2012

EL SECRETO DEL VIEJO CEMENTERIO DE SAN MITTRE III

Hola amigos. Pensad que esta crisis es como un huracán: pasará. No es el fin del mundo.

Lo que sí ha llegado a su fin es la aventura de Plassans.




Atardecía en lo alto del Monte Tibidabo, cerca de Barcelona. Un grueso leño chisporroteaba en la chimenea de estilo Gaudí, llenando la enorme cocina de la masía con un intenso aroma a encina seca.

Mi tía Gloria trajo dos tazones de chocolate caliente y una fuente plateada llena de bizcochos, poniéndolos sobre la mesa maciza de nogal, junto a la pila de lingotes de oro de 24 quilates. Parecían unas tabletas de turrón.

El calor de la chimenea, los bizcochos y el chocolate que tomamos en silencio, sentados frente a frente me repusieron, poco a poco, del viaje  de vuelta.

Había sido una mujer muy bella. Me sentía seguro a su lado. Alzó sus ojos de un azul casi eléctrico, cogió mis manos y sonriéndome, me dijo:

Hace ya setenta y seis años hubo una guerra civil en este país, como tú has estudiado.

Fue tan cruel e inhumana que sus heridas aún perduran y sólo se cerrarán cuando el tiempo sepulte las vidas de cinco generaciones. 

Mucho tiempo antes, algo parecido se vivió en toda Francia y también en Plassans, desde donde traes la fortuna de la familia Rougon, en ese cacharro con tres ruedas que tienes...

Henri, mi esposo, me contó que en 1852 Napoleón III, el último monarca francés, ascendió al poder gobernando de forma autoritaria. Sus súbditos se dividieron. Republicanos e imperialistas  se enfrentaron a muerte. Todo acabó en Mayo de 1870, cuando las tropas del II Reich alemán apresaron al Emperador francés en la Batalla de Sedan. 

El cuatro de septiembre de ese mismo año, nació la III República Francesa, que aún perdura.

Pero volvamos a nuestra historia: Adelaida Touque nace en Plassans a finales del siglo XVIII. Pertenece a una familia  burguesa de comerciantes adinerados. Su padre contrata a un jardinero apuesto: Antoine Rougon, del que la joven se enamora y con el que termina casándose. Nace su hijo Pierre y, al poco tiempo, su marido fallece.
 
Adelaida todavía es joven y pone sus ojos en René Macquart, un carpintero alcohólico y resentido, conocido en la comarca por su pereza; despótico con los débiles y sumiso ante los poderosos. Tienen dos hijos bastardos: Úrsula y Antonio.

Los Rougon se caracterizan por su ambición y afán de poder. Son codiciosos e insolidarios con los demás. También era así Pierre, el primogénito de Adelaida, que se casa con una hija de terratenientes: Felicidad Puech, amasando una gran fortuna, al ser partidario de Napoleón III.

Tienen tres hijos: Eugenio, fanático defensor del Emperador; Pascal, médico y científico, ajeno a la política, que vivirá siempre en Plassans. Y Arístides, manipulador y falso, que acabará siendo un rufián de los bajos fondos de París.

Antonio Macquart, el hijo bastardo de Adelaida, tan alcohólico y pendenciero como su padre, se alista en el ejército. A su vuelta exige a su hermanastro Pierre Rougón la parte que le corresponde de la herencia de su madre. Pierre se la niega, por ser un hijo ilegítimo. Antonio jura venganza.

Mucho tiempo después se supo que huyó a Alemania y luchó en la I Guerra Mundial como soldado del ejército prusiano. Tuvo allí un hijo: Adolf, que llegó a ser capitán de las S.S. durante el III Reich y acompañaba a las tropas alemanas cuando ocuparon Plassans. Acusó a los Rougon de ser judíos, deportando a todos los que pudo a Dachau. Confiscó sus bienes y, por lo que parece, fundió sus joyas en lingotes para poder llevárselas facilmente en la retirada. No contaba con que los dos hijos de Pascal, el médico, combatientes de la Resistencia, le detuvieran junto al viejo cementerio de San Mittre, cuando huía hacia Niza.

Al igual que en la novela de Los hermanos Karamázov, no tuvieron piedad. Tú mismo viste cómo acabaron con su primo. Los dos hermanos se separaron aquella noche y no se volvieron a ver jamás. Las S.S. localizaron al menor: Luis y lo torturaron hasta la muerte, pero no consiguieron que les contase el secreto de la cripta.

Tu tío: Henri, huyó a España y nunca pudo volver a Plassans. Sabía que los descendientes de la hija bastarda de Adelaida Touque: Úrsula Macquart, le estarían esperando. Son los dueños del Grand Hotel Zola…

Hace poco descubrieron dónde vivía y me hicieron un chantaje: o les daba la información que querían o quemaban la casa conmigo dentro y todo el monte, si era preciso. Me asusté. 

Yo tenía la sensación de que algo estaba oculto en la biblioteca, pero mi marido nunca me lo dijo, para protegerme. Y se me ocurrió llamarte a ti. Espero que no te hayas enfadado.

Este oro pienso devolvérselo a los descendientes de los Rougon y de los Macquart,  para que acaben con su guerra fratricida.

Pero antes de que te vayas, voy a darte este regalo con una condición: no  abras la cajita, hasta que estés en tu casa.

Amanecía. Bajaba de la montaña en mi Mp3, zigzagueando, y volví a sentir el olor a salitre y  matorral mediterráneos, pero esta vez con mucha mayor intensidad. 

Pensé que quizás el Monte Tibidabo, informado por las hadas o los duendes del bosque, sabía que había evitado su destrucción y me lo agradecía a su manera… apreté a fondo el acelerador, camino de la meseta.

Cuando mis amigos me preguntan por la pequeña llave de cruz, de oro macizo, que cuelga del llavero de mi MP3 500 LT Sport Piaggio, les digo que sirve para abrir la antigua puerta del viejo cementerio de San Mittre… 

¡Ah! Por cierto: Me llamo Alonso Reques de Guilarte y mi compañera mecánica, Trici: un cacharro con tres ruedas…  





Marcuan.

jueves, 15 de marzo de 2012

EL SECRETO DEL VIEJO CEMENTERIO DE SAN MITTRE II

Hola amigos. Han sido unas pequeñas vacaciones las que no me han permitido continuar este relato mucho antes.

Aunque sí pude -junto a la mar, en el final sur de Europa, viendo ocultarse el sol entre "Las columnas de Heracles", escribir esta segunda parte... que no concluye la aventura. 

¿Será capaz de descubrir finalmente este temerario profesor de Hª, subido en su inseparable Trici, el misterio de la familia Rougon





Llegué a Plassans la tarde del 21 de Julio, día de San Lorenzo de Brindis, y me fui directamente al Grand Hotel Zola, al otro lado de la ciudad. Aparqué la moto debajo de un fresno y me dirigí a la entrada. Andaba con dificultad, después de cuatro horas de viaje.

 Bonsoir, Monsieur me dijo el recepcionista, mientras me quitaba los guantes y el casco para poder sacar el pasaporte de la mochila ligera que cargaba en la espalda.

En un mal francés pedí una habitación fresca. Me dio la 213 y muy mala espina. Aquel tipo de cara afilada tenía una mirada huidiza. Me puse instintivamente en guardia.

Apenas podía comprender lo que me iba contando en el ascensor. Debía referirse a que era la misma que había ocupado la semana anterior Johnny Hawaii, un periodista inglés que se tira en paracaídas y escribe reportajes allí donde le lleva el viento y el azar: “Memorias en el cementerio” había titulado al de Plassans. Me paré en seco.

¿Cómo se llama ese cementerio? pregunté de forma imprudente.

¿Le vieux ou le neuf? contestó, lanzándome una mirada cargada de desconfianza.

¡Ah! ¿Pero tienen dos, como en Alcalá? aquella respuesta debió despistarle o lo fingió con descaro, porque se calló.

Acepté quedarme con la habitación, pero no le di propina. Al despedirse me recomendó visitar la biblioteca del pueblo; su encargada, Mme Sylvie, sabía español y podría responder todas mis preguntas.

Fui directo a la ducha después de quitarme el mono de cuero sucio de polvo que siempre uso como una segunda piel para viajar en moto. Pero no me quité la pequeña cartera impermeable que llevaba colgada al cuello, donde guardaba el plano. 

Cuando salí secándome con la toalla noté un leve ruido en el balcón entornado. Entraba una brisa con un fuerte olor a jazmín, que hacía ondear unos largos visillos de color lila. Me pareció  que  la mochila estaba al revés de como yo la había dejado. Me habían registrado.

 ¡Maldita sea! ¡Pero quién me manda a mí meterme en este lío!

Tenía miedo, sabía que estaba jugando con fuego y podía asarme como San Lorenzo de Brindis. Una cosa era segura: yo no pediría jamás que me diesen la vuelta en la parrilla.

Desayunaba en una mesa del jardín observando que del recepcionista no había ni rastro. Pregunté a la camarera por dónde se iba a la biblioteca municipal, me lo señaló en un mapa turístico y me fui andando. No me gustó el pueblo. 

Encontré la biblioteca y entré. La bibliotecaria era una mujer atractiva de mediana edad. Su mirada era dulce, enmarcada por un pelo castaño y  ondulado. 

La nariz, levemente aguileña, le daba un aire de patricia romana. Vestía un elegante traje de corte clásico, color gris perla, con camisa de seda a juego. En su solapa izquierda destacaba un broche con forma de R cuajado de diminutos diamantes.

 Bonjour, monsieur. En qoi je peux être vous utile?* me dijo con una sonrisa encantadora.

 Bueno, soy un profesor de Hª español haciendo turismo literario. He leído la novela de Émile Zola La fortuna de los Rougon, y como habla de Plassans…

¡Oh, español! ¿Y qué quiere Vd. saber de Plassans? me respondió, en un castellano correcto.

El nombre de sus cementerios percibí un destello de alarma en sus ojos verdes.

Acompáñeme, por favor dijo levantándose y dirigiéndose hacia un pasillo.

Pude darme cuenta de que, sentado al fondo de la sala de lectura, el recepcionista trataba de esconderse levantando delante de su cara un libro abierto. Era él, seguro.

Seguí a Mme Sylvie hasta su despacho, al sentarme en uno de los dos sillones de terciopelo rojo, estilo Luis XVI, que estaban frente a su mesa, observé los retratos pintados en dos lienzos de época napoleónica que colgaban a ambos lados de la pared. Oí una voz cortante como el cristal, a mis espaldas.

Mis antepasados: Mme Adelaida Touque, rica heredera y su jardinero: Monsieur Antoine Rougon y primer marido, padres de Pierre Rougon: mi tatarabuelo.

Sylvie Rougon se sentó frente a mí. Aquellos ojos que me habían parecido dulces, se transformaron en dos diminutas pupilas de serpiente que me escudriñaron como un scaner. 

Oiga, que yo sólo he venido a darme una vuelta por el pueblo en mi moto…

¿Me prennnez-vous pour un imbécile?* ¡Tú vienes en busca del tesoro desaparecido de los Rougon! ¡Y nos vas a decir dónde está, por las buenas o por las malas! ¡Lee lo que pone aquí! me dijo, mientras me entregaba el impreso de un correo electrónico. Palidecí al leerlo.

“Lo ha descubierto. Inconfundible. Viaja en un cacharro con tres ruedas. Gloria”. 

¡Vaya con mi tía, atreverse a llamar cacharro a mi MP3 500 LT Sport Piaggio! 

Salté como un resorte cuando se abrió la puerta a mi espalda y salí a todo correr, empujando al recepcionista, tendido en el suelo como una cucaracha patas arriba. Llevaba una escopeta de caza.

Entré en el hotel como alma que lleva el diablo, empaqueté mi equipaje en la mochila, pagué la cuenta y salí zumbando. Mientras atravesaba el pueblo en dirección a Niza, sentía la mirada de Sylvie, invisible desde los altos ventanales de la biblioteca pública.

Armándome de valor, esa noche regresé desde Niza, a buscar la cripta donde se escondía un tesoro, en el viejo cementerio de San Mittre. No sabía que el recepcionista me estaba esperando…

¿Pero qué misterioso secreto había ocultado durante tanto tiempo la familia Rougon,  en Plassans?

Continuará.

*Buenos días, señor ¿En qué puedo ayudarle?
*¿Me tomas por una imbécil?