martes, 12 de junio de 2012

TORTURA ANUAL


¿Sólo me pasa a mí? 



8:00 A.M.

He pegado una patada de Kung-fu a la sábana cobertora cuando ha sonado el despertador. No se oía un ruido mientras me deslizaba fuera de la cama, con cuidado, para no despertar a mi esposa. 
Sin ducharme he ido directo a la cocina. Mi gato tenía hambre, yo no.

9:00 A.M.

Suena la alarma zumbona del móvil que me recuerda la cita y un calambre recorre mi estómago. No he podido desayunar. Tan solo he tomado un sorbo de una infusión tranquilizante en el jardín. El aroma de las rosas “Edith Piaf” aliviaba mi ansiedad. 
 
Esta segunda vez no podía fallar ¡con lo fácil que sería cancelarlo todo! He cogido el teléfono... y lo he vuelto a colgar.

10:00 A.M.

Mi mujer se ha levantado y, nada más verme, me ha recordado que tengo dentista a las once en punto. Algo raro me ha debido notar en la cara porque se ha acercado para abrazarme y darme un beso en la mejilla. Yo la he apretado contra mi pecho con fuerza, como no queriendo despegarme; pero al final se ha apartado de mí, se ha ido y ha vuelto con el llavero de la moto en la mano.

10:15 A.M.

En la curva más peligrosa del Monte Gurugú, con la moto ya inclinada, un camión ha soltado una lluvia de bolitas de cerámica, como canicas, que rebotaban sobre el asfalto. Si llego a frenar me estampo contra el guardarraíl. 

Cuando he conseguido llegar ileso al llano, tenía adrenalina hasta en las cejas. Me habría comido el mundo.

10:35 A.M.

Estaba como una estatua de piedra ante la puerta de la clínica dental, pero al final he pasado. Al entrar siento como si me dieran con un puño de mentol.

La recepcionista, una exalumna, ha salido sonriente a recibirme desde detrás del mostrador. Me ha traído el último Hola y me ha sentado junto a un ventanal, con el alféizar lleno de flores. Pasaba las hojas como un autómata. Sentía el miedo reptando por las piernas.

11: A.M.

Un altavoz ha escupido mi nombre condenándome a la sala siete. Mi exalumna ha señalado con el dedo unas escaleras a su izquierda. Arriba esperaba mi verdugo con los brazos cruzados: una dentista joven, menuda, de pelo castaño atado en una cola de caballo. No lleva bata blanca, sino un pijama sanitario de color naranja. 

No sabe que en cierta ocasión un dentista me echó de su consulta porque le agarré de los testículos cuando me hizo daño.

11: A.M.

Me tumbo en el potro de tortura mientras le advierto de que resisto mal el dolor. Me he mareado un poco cuando ha bajado mi cabeza a la altura de sus pechos. Colocándome un babero desechable, me tutea con desparpajo. Al arrancar con estrépito el torno,  he pensado que mi terror no será muy distinto al que sentirán los que oigan las trompetas del Apocalipsis el día del fin del mundo.

Comienza el tormento anual: limpieza de boca.

El agua pulverizada formaba un arco iris con el foco del quirófano, al mismo tiempo que una rueda tuneladora -a dos mil revoluciones  por segundo -raspaba el sarro de mis dientes y hacía vibrar mis sesos como un sonajero. 

Me agarré con fuerza al reposabrazos, como un astronauta antes del despegue.

La estomatóloga paró para cambiar de instrumentos de tortura y acercó de nuevo sus ojos pardos a los míos, al mismo tiempo que su olor a rosas "Edith Piaf", agradable, me envolvía...

Estaba rígido como un mástil... de repente un golpe de dolor me taladró el cerebro y lancé sin control una doble patada al aire.

La dentista dejó el tuteo de inmediato: “Va a empezar usted a asustarme” Mal asunto, pensé, como al verdugo le tiemble el pulso... 

Fernando Botero
Pero aquella doctora era una maestra en su profesión y no quiso hacer una faena de aliño para entrar a matar pronto y mandarme a los corrales. Como los buenos toreros, se creció ante la dificultad, arrimándose más al bicho.  
Dejó que fuera hasta las tablas, como un toro herido, y reposara. En cuanto recuperé el resuello inició la faena, despacio, gustándose, enseñándome el engaño y volviendo a pulir con mucho temple, cargando la suerte.

Clavó sus ojos en los míos, sintiendo mi temor, y empezó a sonreír con los suyos, que irradiaban seguridad y confianza. Entre muletazo y muletazo me susurraba palabras con un dulce acento colombiano: “Bien, hemos terminado con lo de arriba... ahora vamos con lo de abajo, ya queda poco...”

Cambió al natural sin solución de continuidad, con un cepillado refrescante que olía a poleo menta y finalizó de una estocada súbita y un retoque rápido y certero con la puntilla: “Hemos terminado. Vuelva el viernes a las doce. Le voy a empastar algunos dientes para que no sufra más durante las limpiezas. Enjuáguese”.  

Olé. Una ovación sonaba silenciosa en lo más profundo de mi alma. 
 

11:45 A.M.

He abierto la puerta y he salido medio corriendo, pero cuando bajaba las escaleras a trompicones, me he parado a la mitad y he vuelto la vista atrás. Allí estaba, parecía una diosa en su pedestal, hierática, con los brazos desnudos cruzados, viendo cómo un mortal, feliz, volvía a su libre albedrío.

Gracias, doctora”


Marco. 12/06/2012.