jueves, 31 de enero de 2013

REGÉNESIS



Esta semana, en la Escuela de Escritores, nos han propuesto hacer un relato que produzca miedo. 

En estos momentos lo que más miedo me da es mi país, pero reconozco que no tanto como el que pasó el protagonista de mi cuento. 

Aunque os parezca mentira, un científico quiere convertirlo en realidad: ya se puede.



El doctor Jorge Iglesias, a sus 47 años, era un excelente genetista. Su preparación científica había empezado en la Universidad de Alcalá de Henares, pero con su expediente de doctorado cum laude en Biología, no le fue difícil obtener una beca de profesor en la Facultad de Ciencias de la Universidad de California.  

Su especialidad era la multiplexación molecular: clonaba animales mamíferos… hasta esa mañana.

―Doctor Iglesias ―dijo Silvia, su ayudante de laboratorio ―ha llamado el secretario del señor Thomas Harris. Quiere que vaya a visitarle esta misma tarde.

― ¿Y quién es ese señor? ―preguntó Jorge.

―El principal mecenas de nuestra universidad... Mandará un helicóptero a recogerlo.

Mientras el helicóptero sobrevolaba los jardines de la casa del millonario al borde de un acantilado, antes de posarse, a Jorge le parecieron una clonación de los jardines colgantes de la antigua Babilonia.

A Jorge, Thomas Harris, le pareció un hombre viejo y decrépito. Sólo su mirada conservaba la fuerza de un láser. Cuando se sentó frente a él, notó cómo taladraba su cerebro y sintió miedo cuando, en la penumbra del inmenso despacho, resonó la voz terrosa del anciano.

―Profesor, yo he sido quien ha financiado sus estudios en California. Conozco su vida mejor que usted mismo.  Ahora trabajará para mí en exclusiva. Si sale de su boca alguna indiscreción de lo que le voy a decir, lo pagará con su desprestigio o con su vida. ¿Lo ha entendido? 

―Sí señor ―dijo Jorge. Le entró sed.

El anciano levantó una mano y, de inmediato, apareció un criado con una copa de agua. Era de cerámica de Capodimonte.

―Pues vayamos al grano: quiero que clone un hombre de Neandertal.

Iglesias inclinó la cabeza y se quedó profundamente dormido, lo que no sorprendió en absoluto al señor Thomas: sabía que Jorge sufría de narcolepsia. Se levantó y se acercó a aquel cuerpo inerte, pero que podía oír y sentir.

―Doctor, escuche:

Dispone de un laboratorio en el sótano donde tenemos la secuencia completa del genoma obtenido del cráneo de un Neandertal.

Lo cortará en 10.000 trozos y sintetizará cada uno de ellos, repitiéndolo de forma semiautomática hasta que obtenga una línea celular, lo más cercana posible a la correspondiente secuencia del Neandertal.

Ensamblará todos los fragmentos en una célula madre humana, hasta crear un embrión.

Luego lo implantará en el útero de una mujer de caderas anchas; sabemos que eran mucho más grandes que nosotros. 

Si tenemos éxito, los produciremos a miles. Pondremos de moda la adopción de bebés Neandertales entre los padres de nuestro tiempo. Participará de los beneficios.

Thomas abandonó la habitación.  El doctor Jorge Iglesias se despertó de repente y creyó que todo había sido un sueño. Se equivocaba. Bebió la copa de agua de un trago.

Un año después, nació el primer varón Neandertal en la Tierra, desde la desaparición del último de su especie, hacía 40.000 años. Jorge lo llamó Regénesis porque había vuelto a ser creado.

El viento húmedo y cálido del Océano Pacífico se colaba a través de la ventana entreabierta del cuarto de Regénesis. Acababa de cumplir 15 años. Había libros y juguetes electrónicos desparramados por todas partes. Aunque era  noche cerrada, no necesitaba luz: Regénesis podía ver a través de la oscuridad. 


Regénesis sintió hambre. Pero era una sensación de hambre distinta: hambre de carne humana. Se levantó. Sabía que su padre sufría de insomnio durante largos periodos de tiempo. Lo encontró en la cocina, leyendo un libro.

―Hola Reg ¿Quieres comer algo? ―dijo el genetista.

―Sí.

Los ataques de narcolepsia se producen al sufrir una fuerte emoción, como el miedo. Cuando Jorge Iglesias vio aquellos ojos mirándole fijamente, le entró miedo, mucho. Sus investigaciones eran acertadas. Cayó al suelo, paralizado.

Luego sintió cómo aquel Neandertal venido de la Prehistoria, se arrastraba hacia él poco a poco, olfateando su cara. Notó una lengua húmeda y pegajosa lamiéndole la nariz, hasta que desapareció después de una brutal dentellada. El siguiente mordisco le arrancó de cuajo la oreja izquierda. 

Cuando Regénesis mordió con furia su arteria carótida, Jorge Iglesias supo que no volvería a despertarse jamás. Se llevaría su secreto a la tumba.

Un Hannibal Lecter Neandertal salió de la casa de Thomas Harris, cruzando los jardines neobabilónicos, con un regusto dulzón en la boca. 
   
El doctor Iglesias, durante la crianza de Regénesis, descubrió que los Neandertales habían evolucionado para cazar en bosques helados. Cuando se produjo el calentamiento medioambiental posterior a la última glaciación, no se adaptaron al cambio climático y desarrollaron el gen de la antropofagia, convirtiéndose en caníbales. 



Se devoraron unos a otros, hasta exterminarse.

  
(C)Marco: 30/01/13.

jueves, 24 de enero de 2013

GURU-GURU


No debemos olvidar que la especie humana es generosa por naturaleza. De lo contrario hubiera desaparecido de la faz de la Tierra hace miles de años. 

Y debemos seguir ayudándonos a supervivir en estos tiempos difíciles, que pasarán. Ojalá sea pronto.



Miré la hora: eran las tres en punto de la tarde del día de Reyes.

―Te invito a comer un arroz en La Marea ―dijo Susana.

―De acuerdo. A la botella de vino blanco invito yo ―contesté a mi mujer.

Caminábamos ateridos de frío junto al malecón de la ciudad de Cádiz, azotado por ráfagas de viento racheado del Noroeste.

―¿Por qué vas mirando tanto al cielo? ―me preguntó al cruzar la calle.

―Por si se nos cae una palmera encima.

Entramos en el restaurante  y no tuvimos que esperar.

―¿Les parece bien esta mesa cerca de la playa? ―nos dijo el camarero.

―Sí, está bien ―dijo Susana―. Cariño, voy a llamar por teléfono a mi hermana dentro, aquí no se oye.

Estaba solo cuando trajeron a nuestra mesa una botella de color verde metida en un cubilete con hielos, un plato de aceitunas  machacadas y un cestillo con picos y rebanadas de pan.

El trago de vino blanco afrutado de Arcos de la Frontera, se mezcló en mi boca con el amargor de las olivas de Jaén y el pico de Xeréz; mientras veía  un mar embravecido a través de la ventana de plástico trasparente.

Pensé que, por primera vez en mi vida, estaba de acuerdo con el dogma de la infalibilidad del Papa Benito XVI: había dicho que los Reyes Magos eran andaluces. Seguro que beberían y comerían por el camino lo mismo que estaba bebiendo y comiendo yo, con la misma felicidad,  dos mil años después de su viaje a Belén.

―¡A su salud, Majestades! ―dije levantando mi copa.

―¿Pero me quieres decir qué haces hablando solo? ―dijo Susana a mi espalda ―¡ya empiezas a chochear! ―. Se lo conté y nos echamos a reír.

El arroz verde con almejas servido en cazuela de hierro forjado, apareció en su punto, borboteando, pero no venía solo.

―¡Señores! ¡El cuarenta y tres! ¡Tengo el cuponazo del sábado!

La lazarilla, una adolescente rubia y espigada, guiaba a un ciego gordinflón entre las mesas, con presteza y habilidad felinas.

―No gracias.

Al rato, después de succionar la octava almeja y  beber otro trago de vino, me encontré de pronto unas gafas de sol estilo Gadafi, oscuras como el carbón, junto a la servilleta.

Levanté la mirada despacio hacia un marroquí de cuello grueso como un toro.

―No gracias.

El vino Tierra Blanca empezaba a producirme euforia,  y me dejé vencer por la generosidad con el siguiente grupo de acosadores: los gorriones.

Cinco o seis entraron por las comisuras del chiringuito y se acercaron con desparpajo a la mesa. Cuando les eché varias migajas de pan armaron tal alboroto, que me recordaron al  patio del colegio.


Terminaba de rechupetear la última almeja, cuando apareció un joven negro, de piel satinada,  alto y pulcramente vestido. Me ignoró, se acercó a mi mujer y  susurró a su oído, mientras le ofrecía una pulsera de piedras rojas.  Susana se la puso. Luego  se dirigió a mí, ofreciéndome otra de tonos rosáceos y naranjas. Apoyó con suavidad su mano en mi hombro, se agachó y acercó sus labios gruesos hasta mi oreja.

Su voz acariciaba.



―Guru-Guru, mi abuela, mon grand-mère, dice protección de espíritus para ti y buena suerte.

―Págale, cariño, son muy bonitas.

―Una, tres euros; dos, cinco euros ―dijo como un rayo.

Al pagarle me enseñó los dientes en cinemascope más blancos que he visto en mi vida. Luego atacó en la siguiente mesa, ocupada por  seis mujeres de mediana edad, con la misma técnica. No le perdí ojo. Después de arrasarlas,  le hice una seña para que se acercara.

―Me llamo Marcuan, he sido profesor y abogado, ahora escribo cuentos. Esta es mi tarjeta, por si quieres leerlos en mi blog ―dije ―quizás escriba uno sobre ti. ¿De dónde eres? ¿Cómo te llamas? ¿Cuántos años tienes? ―le pregunté.

―¿Avocato… profesor de qui? ¡Ah! De Yeografí. Yo soy de Senegal, me llamo Makelele y tengo 21 años.

―¿Hablas francés?

―Oui, monsieur ―dijo Makelele.

Por fin terminamos de comer. No quedaba un grano de arroz en la cazuela. Se acercó el camarero.

―¿Es usted Marcuan? ―preguntó.

―Sí ―contesté extrañado ―. ¿Cómo lo sabe?

―¿Puede acompañarme, por favor? ―dijo ―. Un policía pregunta por usted.

―¿Quieres que vaya contigo? ―dijo Susana, alarmada.

―No, espera aquí ―contesté ―. Me entero de quién es y vuelvo. Será algún amigo de Alcalá.

Acompañé al camarero hasta el interior de las cocinas del restaurante.

―¡Mon ami avocato! ―gritó Makelele, nada más verme. Estaba esposado entre dos policías nacionales. Uno de ellos, gigantesco, se acercó a mí con la tarjeta de presentación que le había dado a Makelele.

―¿Es usted abogado? ―dijo en un tono socarrón ―. Porque aquí pone Marcuan  “Escritor motero”…

―Pues verá usted señor agente… para empezar quítele los grilletes a Makelele, por favor, y después me enseñan sus placas de identificación, si son tan amables.

De repente, en la cocina, no se oyó el ruido de un solo plato.

―¿Y qué moto tienes, si se puede saber? ―preguntó el guardia grandullón.
MP3 500 LT Sport

―Una MP3 500 LT Sport ―contesté sorprendido.

―¡Eso no es una moto, es un triciclo! ―dijo riendo ―¡Mi Kawasaki VN 1700 Voyager Custom sí que es una moto!

Kawasaki VN 1700 Voyager

―La moto de Batman ―respondí.

Nos estrechamos la mano.

A las cinco en punto de la tarde, hora torera, una extraña cuadrilla formada por dos policías, un joven senegalés y un jubilado, hacía el paseíllo entre las mesas del Restaurante Cervecería La Marea, frente a la playa de la Victoria, en Cádiz.

―Susana, llama a Andalucía Acoge, auxilia a los sin papeles. Te espero en Comisaría.

Durante los cinco días siguientes visitamos a Makelele en el Centro de Internamiento para Extranjeros.

―Te van a repatriar… ¿lo sabes, no?

Makele nos regaló una sonrisa marfileña.

―Volveré, mon ami avocat, volveré… soy joven, soy fuerte, soy valiente...

Me quité de la muñeca la pulsera de piedra roseta y se la devolví.

 ―Guru-Guru ―le dije.

Nos dimos un abrazo de despedida, mientras oíamos los rugidos del mar, cercano. 


Foto: Marcuan



Marcuan: 23/01/2013.

sábado, 12 de enero de 2013

GUADAÑAS DE CUNETA


Hace unos días un guardarrail segó la vida de un joven motorista de 37 años.

Que en paz descanse.


Este relato va dedicado a su memoria. 

También espero que nos sirva de reflexión a los motociclistas, para que la fortuna y la prudencia no nos abandonen nunca.


Pedir a los políticos responsables la implantación obligatoria de los “quitamiedos” o protectores de las “guadañas de cuneta”, que es lo que son las vigas que sostienen los guardarrailes, es predicar en el desierto o arar los caminos.


Pero algún día lo conseguiremos porque:”La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado” (Art. 1, 2 Constitución Española). 


Que no se les olvide.



Ducati Diavel


Era perfecta y muy bella. Antonio la miraba embelesado. Acarició despacio con sus manos aquella piel metalizada, sintética y sonrió satisfecho. Olía a virgen.


Antonio tenía 37 años recién cumplidos y un porvenir brillante como psiquiatra. Su consulta estaba a  rebosar, nutrida por la crisis económica.

Se sentó encima de la impresionante Ducati Diavel de color rojo fuego, recién comprada, capaz de alcanzar los 150 km/h en menos de seis segundos y reguló los espejos retrovisores.


Imposible pasar inadvertido…


―¿Vas a salir con tus amigos, dejándome sola todo el día?


Carmen, a su espalda, le observaba con ojos húmedos. Había intentado ir sentada detrás de aquellas máquinas infernales, sin éxito. Cuando Antonio cogía velocidad, le daba un ataque de pánico. En una ocasión casi se tira de la moto en marcha.


―Sí ―contestó Antonio.


―¿No te da vergüenza?  Me prometiste que iríamos de compras y luego al cine.


―Han llamado los de la peña ―dijo Antonio ―hace muy buena mañana para salir y…


―¡Por mí como si no vuelves más! ―respondió Carmen. Se metió dentro de la casa dando un portazo.


Antonio arrancó la moto,  cliqueó el mando automático que abría la puerta de la cancela y subió por la rampa del garaje sin mirar atrás. Sabía que su mujer estaba llorando. No comprendía por qué ahora Carmen odiaba tanto su afición a las motos. Antes de casarse no parecía importarle. 

Quizás por la falta de hijos…


Al domar con un giro de muñeca los 165 caballos de potencia que cabalgaba, se le olvidaban los dramas que oía a diario en su consulta. Podía sentir el golpeteo de la adrenalina en sus sienes cuando aquellos 250 kilos de metal, se volvían ingrávidos. 


Era mágico.


―Voy a tener que divorciarme ―gritó dentro de su armadura ―estoy harto.


El sol brillaba en lo alto, mientras la carretera serpenteaba entre campos alfombrados por brotes verdes de trigo y cebada. Un aire tibio y limpio le atravesaba como los rayos X por las toberas del casco, mezclándose con el ronroneo del motor. Se desconcentró.


Y cometió un error: dejó de conducir 200 metros por delante de aquella bala roja en la que iba subido. No vio a tiempo la mancha de gasoil  derramado por un camión en el peralte de la curva.

―¡Maldita sea! ―gritó Antonio, mientras derrapaba sobre el asfalto.


Su pie izquierdo quedó atrapado en la estribera y lo arrastró hasta el guardarrail. No sintió dolor cuando golpeó su cuello contra la viga cortante de metal y pudo ver desde la cuneta, en un chispazo de vida, cómo su cuerpo seguía abrazado a la moto en un baile mortal.

Sabía a hierba y a tierra húmedas. Luego un abismo negro se lo tragó todo.


Marcuan. 12/02/12