martes, 23 de abril de 2013

OBJETO TABÚ



Mi profesor nos pide escribir un relato erótico. Es difícil acertar. En mi opinión es como un juego de cartas: o te pasas o no llegas...

Vosotros juzgáis si gano el envite.




Hola, me llamo Lily de Lelo: vibrador de última generación.

La verdad es que no debería estar hablando en público, porque soy un objeto tabú y lo tenemos prohibido, pero mi dueño es un ser especial. Se ha apuntado a un curso de Escritura Creativa y tiene que hacer un relato donde debe hablar un objeto de su casa ¡Qué cosas más raras pueden hacer los humanos!

Estoy orgulloso de él porque de las cientos de cosas que posee,  me ha escogido a mí. Al principio tuvo dudas, ya que compró un objeto nuevo al que quiere mucho: una moto con tres ruedas. Como parece un triciclo lo llama Trici. A mi me llama Donald, porque tengo pico de pato.

Mi dueño tiene un espíritu joven y risueño, aunque es un señor mayor, ya jubilado. Debería estar jugando a la petanca y viajando a Benidorm en invierno. Pues no, se va a clases de boxeo los lunes y viene machacado. Bueno, así es mi noche de descanso y puedo recargar la batería a tope.

Al principio estaba celoso y llevaba mal lo de Trici, porque la pasea los fines de semana después de bañarla con mimo. Me daba pavor que cualquier día me dejara huérfano, la chula esa. Pero los celos se me van pasando porque tengo que reconocer que  me trata como a un príncipe.

Siempre me tiene en perfecto estado de revista militar: limpio y estéril. Me guarda en una caja ergonómica, dentro de una bolsa de seda negra. Además no me enseña a sus amigos, cosa que siempre hace con Trici: hasta deja que la manoseen y se suban encima de ella.

Mi corazón es un motor de diseño: una  auténtica joya de la ingeniería electrónica.  

Mido 7.5 cm de largo, por casi 4 cm de ancho y 2.5 cm de alto, pero genero una vibración potente y silenciosa. Puedo llegar a alcanzar los 8 Hz de frecuencia vibratoria; una barbaridad para un cuerpo tan pequeño. En lo único que me parezco a Trici es en que tenemos diferentes velocidades;  en lo demás soy superior y yo no contamino.  No hay otro objeto en esta casa tan sofisticado como yo. 

Mi inolora piel metálica es hipoalérgica y suave como el terciopelo. Está recubierta de oro de 24 quilates.  Su composición se probó en la exosfera y resistió  todas las radiaciones del Universo.

También soy hermético e insípido y aguanto las salpicaduras de agua, pero no la inmersión.  Mi dueño se dio cuenta de que no somos submarinos cuando ahogó a mi hermanastro Nea de Lolo; no porque fuera negro, sino porque no leyó las instrucciones. Lo sumergió en la bañera llena de agua caliente para ver cómo se comportaba. 


Cometió un imperdonable “consoladoricidio” por electrocución.

Me diseñaron así porque me muevo por los lugares más delicados y protegidos de la anatomía femenina, que ellas siempre cuidan y cubren. En cambio conmigo, las humanas se muestran tan naturales como cuando nacieron.

Mi color dorado resulta muy agradable a la vista de las mujeres. Me di cuenta de ello cuando hicimos el viaje a Cuba. Mi dueño siempre me lleva de turismo. Al cruzar la aduana pasaron los equipajes por el escáner y una teniente del Ejército Revolucionario le obligó a abrir la maleta e intentó cogerme. Casi acabamos en Guantánamo al no permitírselo y nos detuvieron.


Mujeres soldado cubanas
La mulata, una guerrillera de armas tomar, nos llevó a un cuartucho maloliente y destartalado y al verme salir de la caja, se imaginó que era una bomba de mano. 

Desenfundó su nueve milímetros Parabellum y nos estuvo apuntando hasta que mi dueño —pálido como la cera —le hizo una demostración extracorpórea de mis capacidades. Menos mal que es muy hábil manejándome.
Cuba


La teniente, asombrada, acabó guardando su pistolón con una sonrisa en los labios y nos dejó pasar. Yo creo que se quedó con ganas de conocerme más a fondo…


En mi corta vida he aprendido que, cuando mi dueño me hace trabajar mucho, hay alegría y buen humor en su corazón; en cambio, si trabajo poco, está triste e irritado. 

Por eso no entiendo por qué los humanos nos tienen tan ocultos y nos usan tan poco. Jamás salimos en los anuncios de la televisión. 

Son estúpidos al no darse cuenta de que si nosotros dejáramos de ser  objetos tabú, serían más felices y habría más alegría y menos violencia en su mundo.



Bueno, tengo ya que despedirme. 

Gracias a que tengo un dueño tan raro, he podido decir todo lo que tenía que decir: ha sido un placer. 


Lily de Lolo. Para servirlas, señoras.


Marcuan: 23/04/2013.

martes, 9 de abril de 2013

MÁS LEJOS



Una sonrisa nos vendrá bien a todos, eso espero, aunque haya gente tan estúpida capaz de morir así. 

Hasta pronto, amigos.


Chueca

Jacinta rabiaba. Hacía muchos años que era portera de la casa y nunca le había ocurrido nada parecido.

― Don Paco, como es usted el presidente de la comunidad, dígaselo al administrador: por la mañana me encuentro la acera llena de esputos.

― ¿Espu…qué? ―.Preguntó Don Francisco, alarmado.

― ¡Escupitajos! ¡Es asqueroso!

La comisaria Carmen Reina de Quirós acababa de recibir un importante soplo: Marcel Feijó y Alberto Dorado, calle Pelayo número 7, 4º derecha, barrio de Chueca.


Trabajaba en la Unidad de Drogas y Crimen Organizado de Madrid y tenía fama de combatir al narcotráfico como un elefante: paso lento, pero imparable.  André Puig lo sabía y no le quitaba ojo de encima para aprender. No era difícil porque Carmen, divorciada hacía  poco, estaba radiante, en todo el esplendor de la madurez.

―Puig, tiene que ir a investigar el chivatazo sobre estos  narcos. Reparta las fotos de los sospechosos entre los agentes.  Monte un dispositivo discreto por los alrededores de la calle Pelayo. No los pierdan de vista― ordenó―. Avíseme si hay novedad, sis pla.

Si us plau, comisaria. Se le está olvidando el catalán ―contestó Puig.

Carmen había empezado su carrera policial en Barcelona, donde aprobó la oposición.

―Bueno ¡qué más da! si ya parece que no os vais a independizar ¡os falta la bolsa que sone en el canut! ―dijo riendo Carmen.

―Todo llegará, comisaria...

―Sí, cuando a las ranas de las marismas de mi pueblo les salgan pelos. Por cierto― dijo Carmen― ¿Todavía no conoce las playas de San Fernando en Cádiz? Cuando te bañas te caes de Europa, quillo.

―Aún no, pero en la montaña, cuando salía de bañarme en el río, se me congelaba el pelo ¡Eso sí que impresiona!

André Puig había nacido en el Pirineo gerundense. Era un hombretón rubicundo y noble, cabo de los Mossos d’Escuadra que estaba de prácticas en la capital de España. Quería especializarse en narcotráfico. Soñaba con dirigir, algún día, una Brigada Antidroga  de la Generalitat de Catalunya.

―¡Se le quedarían como perdigones, cabo, habría que habérselos visto! ―rió Carmen.

André Puig enrojeció.

Alberto Dorado había perdido. Su último salivazo, de los tres a los que tenía derecho, se había quedado a dos palmos del de su amigo, en la acera de enfrente. Marcel Feijó daba saltos por el piso como un demente. A Alberto le fastidiaba haber perdido la apuesta de ese día: seis mil euros.

―Estoy hasta los mismísimos cojones de este puto Madrid ―murmuró ―cualquier día en vez de escupitajos pego tiros. ¡Qué aburrimiento!

Marcel dejó de dar brincos y se puso serio. Conocía a su amigo y sabía que, cuando se cabreaba, era peligroso. 

―Venga Alberto, aguanta un poco, mañana viene el camión, lo descargamos en el almacén, cobramos  y nos piramos a La Coruña. Luego ya sabes lo que nos espera cabronciño: ¡juerga!

―Vale, pero te apuesto triple o nada a que esta vez llego más lejos.

―¿Dieciocho mil? Tú estás loco…

Marcel Feijó se arrepintió de haberlo dicho. Cuando se asomó a los ojos de su amigo y vio el abismo, ni un tifón en la Costa de la Muerte le hubiera dado más escalofríos. Palpó su estilete por instinto, afilado como una lengua de cobra, que siempre llevaba oculto en la cadera izquierda.

―Bueno tío, pero antes necesito tomarme unas cervezas.

―Yo también ―dijo Dorado.

Bebieron en silencio hasta emborracharse.

La noche había caído sobre los tejados rojizos del barrio de Chueca y luces amarillas, titilantes, aletargaban las sombras de la calle. Los dos amigos abrieron de par en par las ventanas del balcón y una brisa fría y seca les cortó el rostro, azulando sus venas. Estaban en el último piso, a veinte metros del suelo. Olía a churros.

―Tú primero Marcel ―dijo Alberto.

Feijó lanzó el lapo con todas sus fuerzas, consiguiendo llegar a una distancia difícil de batir. Sonrió, creyéndose ganador. Cuando se volvió desafiante para mirar a su compañero, no estaba.

Alberto Dorado había cogido carrerilla desde el fondo de la habitación para tomar impulso, llegó hasta la barandilla del balcón y escupió, como si quisiera lanzar por su boca el fuego de un dragón.

―¡Atención a todas las unidades! ―gritó Puig  desde la radio patrulla―. ¡Sospechoso caído al vacío! ¡Adelante con la operación Nécora!

Un enjambre de atletas azules salió zumbando desde todas las direcciones.


Marcel Feijó, antes de ser detenido, hacía esfuerzos para que los ojos no se le salieran de sus órbitas: alucinaba.

Había visto despanzurrarse a su compinche contra los adoquines de la calle por ganarle la apuesta… Y lo había conseguido.




Marcuan. 09/04/2013.

lunes, 1 de abril de 2013

LA PEQUEÑA RUSIA



Mientras las aguas vuelven, poco a poco, a sus cauces; recupero este relato de otro concurso. Durante esta Semana Santa he vuelto a visitar La Pequeña Rusia… Y a recordar su histórica "drea".

Segovia



Echeguren se colocó como un francotirador,  sin ser detectado. 


Apoyó su espalda en la pared de la leñera, manchada por toneladas de carbón y estiró suavemente las gomas, al mismo tiempo que  apuntaba a la cabeza del hijo del Teniente Coronel de la Casa Cuartel de la Guardia Civil de Segovia…


Apretó  con sus dedos la badana cebada con un guijarro redondo, de mármol rojizo y disparó. Era un tirachinas magnífico.


Corría  el año 1955  cuando terminaron de construir varios bloques de viviendas en la periferia de la ciudad. Yo tenía cuatro años y me trasladé con mis padres a nuestro nuevo piso. Un mundo maravilloso  apareció ante mis ojos: chisqueretas, terraplenes, renacuajos, mis primeros amigos.

Jugábamos a la guerra en el cercano Cerro del Ahorcado,  donde la Inquisición  ajusticiaba a los penados en la Edad Media. Podíamos bañarnos desnudos  en el río Clamores, de aguas recién fundidas en la Sierra del Guadarrama. Nuestras ropas siempre olían a tomillo y a cantueso.

Pronto tuvimos  parroquia  y  se nos empezó a conocer como  barrio de San José Obrero.

—Papá, todos lo tienen ¿me vas a hacer un tirador?

Mi padre había estado en la Guerra Civil y era muy mañoso, como todo superviviente.  Acopló dos gomas sanitarias  a una horquilla de hierro, simétrica y bien equilibrada.

Cuando se lo enseñé a Echeguren, el jefe de la banda,  lo estuvo probando para estudiar su calibre y precisión. Era un chico mayor,  hijo de un ferroviario, flaco como un junco, que llevaba pantalones  cortos llenos de culeras y zurcidos. Vivían en el piso de abajo.

—Marcuan, es un tirador buenísimo. Mañana, cuando vayamos a la drea contra los del Cuartel, me lo dejas ¿vale? —me dijo Echeguren.

Le hubiera seguido al infierno sin pestañear, de habérmelo pedido.

Al mediodía del día siguiente,  en una gran pradera, nos reunimos las bandas del barrio como las tribus sioux, frente a las tapias que protegían al batallón de los hijos de los guardias civiles. 

Nuestros generales nos explicaron el plan de ataque y nos desplegamos  en abanico.

—¡Venid aquí, muertos de hambre! ¿Queréis peladillas? —nos gritaban desde las tapias.

Echeguren había calculado la distancia exacta  a la que podía llegar una piedra de tamaño medio, lanzada por nuestro enemigo. Mandó colocar  las tropas más bisoñas en vanguardia, como hizo Aníbal Barca en las Guerras Púnicas contra las legiones romanas. Los mayores cubrían la retaguardia.

—Marcuan, déjame tu tirador —me dijo Echeguren y desapareció.

Comenzó la pedrea.

Una lluvia de trozos de granito salía con el ritmo de un diapasón desde la tapia fortificada y caía justo a nuestros pies. Como nos habían ordenado,  recogíamos  aquellas piedras  y  se las devolvíamos.

Cayeron en la trampa: mientras los más pequeños realizábamos  las maniobras de distracción, Echeguren  escaló hasta el pequeño portillo que daba a la leñera del cuartel, lo abrió, se introdujo en él y nació una leyenda.

Los alaridos de dolor del hijo del Teniente Coronel, tras el brutal impacto,  paralizó de terror a sus compañeros y dejaron de tirarnos piedras. Era la señal  para atacar la muralla a la carrera.  Los hijos de la Benemérita quedaron atrapados entre dos fuegos: una escabechina.


— ¡Tomad vuestras peladillasgurapas!—les gritábamos con todas nuestras fuerzas.

Al día siguiente mi madre me habló con seriedad, en la cocina.

—Marco, no vas a ir a más pedreas con los chicos mayores y olvídate de tu tirador ¿entendido? —dijo.

Bajé a jugar a la calle y mis amigos me contaron que al hijo del Teniente Coronel casi le sacan un ojo. De repente, asombrados, vimos subir por la cuesta, entre dos guardias civiles, a Echeguren: le llevaban a su casa con las manos encadenadas a la espalda.

Jamás dijo de quién era el tirador que le habían confiscado.

Las tapias del Cuartel de la Guardia Civil de Segovia amanecieron rematadas con alambre de espino, y a mi barrio se le conoció en toda la ciudad, desde entonces, como La Pequeña Rusia.

Con nueve años aprobé el examen de ingreso al Bachillerato, mientras  Echeguren empezaba a trabajar como aprendiz de albañil. Cuando,  nueve años más tarde,  me fui a estudiar a la Universidad de La Coruña, nuestros caminos se bifurcaron para siempre.

La vivienda de San José Obrero se quedó vacía durante mucho tiempo. Cuando la heredé, decidí venderla. En el barrio ya nadie me conocía.

Los bajos de la  antigua iglesia se habían reconvertido en una mezquita.  El día que fui a entregar las llaves al nuevo propietario, quise despedirme de Echeguren y llamé a su puerta.  Nadie contestó. Salí a la calle.

—¡Marcuan! ¿Eres tú?

—¡Pedrito! ¿Aún me recuerdas? —contesté al hijo del carnicero.

—¡Cómo no, si tenías el mejor tirachinas del barrio! —dijo Pedro.
Le pregunté por Echeguren y se puso serio.

—Ganó mucho dinero como maestro albañil, pero ya sabes el tiempo que hace en Segovia. Me dijo que en las obras había que beber para quitarse el calor en verano y el frío en invierno. Se volvió muy violento y su familia lo abandonó. Apareció muerto en el pasillo de su casa. Tardaron tres días en encontrarlo.

Nos despedimos, me puse el casco y arranqué la moto. Pasé junto al cuartel de la Guardia Civil.  La pradera era ahora un jardín boscoso y sobre las viejas tapias habían construido nuevas viviendas. Ni rastro de las alambradas de espino.

Pero no pude evitarlo, mientras apretaba el acelerador a fondo camino de Alcalá,  grité con todas mis fuerzas:

—¡Tomad vuestras peladillasgurapas!

Marcuan.