sábado, 8 de diciembre de 2018

LA MUJER DEL BANCO DE ALCALÁ

Un año más, un cuento de Navidad más para mis lectores...

Con mi deseo de que aniden la Paz y el Amor, durante todas las noches de su vida, en las personas de buena voluntad.


¡Feliz Navidad!







Martín apartó de un manotazo su bicicleta, que le había caído encima, y  empezó a levantarse lentamente, entre barro e inmundicias.

― ¡Maldita sea! ¡Qué porrazo más tonto me acabo de dar! Es que por la noche es suicida circular sin luz por el parque.

De repente, un perro pastor color azabache salió disparado hacía él, como un látigo, desde debajo del banco fijo de madera, junto al que había caído.

― ¡Guau! ¡Guaauuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu!

Instintivamente Martín puso los brazos delante de su rostro, hasta que vio que la correa atada a la pata metálica del banco lo había parado en seco, a escasos centímetros de su cara.  

Unos ojos asesinos lo fulminaban, sostenidos por un  hocico arrugado como una pasa, entre dos filas de dientes navajeros y babeantes.

― ¡¡¡Joder!!! ―gritó Martín, dando un respingo.

Por arte de magia, como en el circo, una mujer que estaba acostada sobre el banco, levantó el plástico negro que la cubría y se le acercó.

― Disculpa, asustaste a Guardián, con tanto estrépito. ¿Estás bien? ¿Puedes levantarte?

Era una mujer joven y esbelta, con una larga trenza gruesa rubia que reposaba sobre unos pechos exuberantes. Tenía la mirada dulce, un poco vacía. Estaba vestida de pies a cabeza con ropa de invierno.

― Estoy bien, gracias ―dijo Martín ―puedo levantarme solo, aunque me he clavado el manillar en la ingle. Mañana tendré un huevo de más...

Se quedaron charlando un rato, hasta que Martín le pidió que le contara por qué dormía en un banco de Alcalá, junto al río Henares. 

Aquella mirada vacía, bajo la luz amarillenta de una farola, empezó a llenarse de aguas turbias y cenagosas.

― Me llamo Josefina. Nací en un pueblo de Málaga. Trabajé en la banca. Ganaba mucho dinero aconsejando a los clientes de mi sucursal que invirtieran en acciones preferentes. Los directivos nos lo exigían sin escrúpulos… y cuando más tarde vi la ruina que provoqué a ancianos analfabetos, a agricultores pobres y a muchos de mis familiares… una nube tóxica de culpa y pena ahogó mi corazón y cegó los ojos de mi alma.

Caí en las drogas y acabé echándome en los brazos de un legionario, que me dejó embarazada y dio el mal paso de matar a un moro por quemar viva a una de sus mujeres, con la que mi hombre también mantenía relaciones.




Él perdió su empleo y la libertad y yo mi fortuna y a mi hija, que se malogró. Estoy esperando que mañana, el día de Navidad, salga de la prisión de Alcalá-Meco. No me dejan alojarme con mi perro, del que nunca me separo, en ningún albergue, pero no tengo miedo;  Guardián me defendería con su vida. Además los bancos son lo mío... ―dijo con una amarga sonrisa.

Martín centró con sus rodillas la rueda delantera de su bicicleta; engarzó de nuevo la cadena a los piñones y, cabizbajo, subió con parsimonia a su montura metálica.

― ¿Puedo ayudarte en algo?

― Bueno, me has dicho que escribes cuentos. Me gustaría que escribieras uno sobre los “sin techo” en  Nochebuena. 

― Lo haré, te lo prometo. Buena suerte Josefina. Adiós Guardián. ¡Feliz Navidad!

Martín Cabrejas González pedaleó con todas sus fuerzas, dejándose tragar por la oscuridad de la arboleda, mientras en el cielo nocturno las estrellas, acompañando a la luna como un rebaño de ovejas brillantes y muy lejanas, titilaban.

Entonces empezó a tatarear su villancico preferido, desde que era un niño…

NOCHE DE PAZ,
NOCHE DE AMOR,
TODO DUERME EN REDEDOR…

Había conocido a La mujer del banco de Alcalá.


(c)Marco.  Navidad 2018.








lunes, 17 de septiembre de 2018

LA MUJER DEL BURKA


En la Escuela de Escritores de Madrid se nos decía que un escritor tiene que ser verosímil, aunque los personajes recreados sean fruto exclusivamente de su imaginación. Excepto si se es historiador.

Sus conductas, pensamientos o palabras nunca deben atribuirse a personas que existan en la realidad, por mucho que se les parezcan, así como los lugares donde interactúan; inspirados, con más o menos libertad, en lugares reales.

Así es y será siempre en nuestros relatos.






A Martín le pareció encontrar un perfil de mujer interesante en la página de citas, pero no tenía fotografía y le pidió una imagen. 

“No. No me gusta enseñar mis fotos a nadie. Si quieres, nos conoceremos mañana en el parque del Retiro a las doce del mediodía. Te esperaré en una terraza, junto al lago” ―le contestó por WastApp aquella mujer sin rostro, llamada Carmen.

A Martín le desagradaban las grandes metrópolis. Ahora ya no se perdía en ellas, gracias a inventos tan increíbles como los GPS. En sus viajes de juventud le agobiaban mucho los planos y los cambios de  monedas.

― Da gusto Princesa Azul ―dijo mirando a su BMW R1200R ―los tiempos avanzan que es una barbaridad…

Le gustaban las motos desde niño.  

― ¡Llévame al Retiro princesa! Hay que ponerle un rostro a la bella voz de Carmen  ―Dijo Martín introduciendo la dirección en el navegador.

Mientras aceleraba por la A-2 pensaba si tanta soledad no lo estaría volviendo majareta. Si seguía hablando  con su moto, tendría que hacérselo mirar.
BMW R1200R

Estacionó en la acera frente a la Puerta de Alcalá. Un privilegio motero. Buscar aparcamiento en Madrid cuesta tiempo, dinero o ansiedad a los que tienen coche.

Encontró el aprendiz de lago del Retiro;  Martín había visto lagos de verdad, inmensos, en sus viajes por Europa, cuando aún había que atravesar el Telón de Acero. Hacía mucho tiempo de eso, pero todavía conservaba aquel espíritu jovial y aventurero.

Por eso estaba allí.

― ¡Hola! ―oyó gritar a una voz femenina. ―Te he reconocido rápido, te pareces a Lawrence de Arabia ―dijo Carmen ―con esa gorra con faldillas hasta los hombros… 


― Soy celta como él y me tengo que proteger de este sol tan fuerte ―contestó Martín.

La observó. Carmen tenía un rostro esculpido por las drogas: enjuto, cetrino y abrujado, con labios cortados a cuchillo. Su piel estaba cuarteada y envejecida prematuramente para su edad. Un pelo descuidado, lacio, largo y canoso remarcaba unos ojos grandes y grises, de mirada fija e hipnotizante.  Le recordó vagamente a Joan Báez  y a la lejana  generación del LSD, tan extinguida como los dinosaurios.


Una amplia chilaba de un color negro irisado, apenas dejaba entrever su cuerpo enflaquecido.

    Como me dijiste que no andas bien de dinero, yo ya tengo pagada mi consumición.

Un camarero joven, descendiente de los incas, se acercó a atenderlo con una sonrisa burlona.

― ¿Oye tú, qué quieres tomar? ―dijo displicente.

― ¿Sabe  por qué es usted barbilampiño? ―respondió  Martín, mientras se quitaba la gorra, repanchingándose en la silla de aluminio de la terraza.

― ¿Barbi… qué? ―contestó el camarero estupefacto.

― Haga usted el favor de traerme, si es tan amable, una cerveza cero alcohol ―dijo Martín con cara hosca.

Un silencio pastoso, como una mezcla de polvo y lodo, envolvió el ambiente. Martín lo rompió en mil pedazos, como a un botijo.

― Bueno Carmen, encantado de conocerte ¿quieres que empecemos a hablar de nuestras vidas; de nuestras mochilas? ―preguntó Martín.

Aquella mujer lo taladró con sus ojos alobados, lastrados por muchos años de sufrimiento. Martín sostuvo su mirada con precaución, como antes de comenzar un combate de Jiu-Jitsu.

― Voy a empezar yo. Mira, soy madrileña, mi casa estaba cerca del Retiro y me escapaba con frecuencia de las clases del colegio para venir aquí, donde conocí a un chico norteamericano de Nebraska,  hijo de una familia de músicos. Tocaba el clarinete. Me fui con él, en contra de la opinión de mis padres,  a los Estados Unidos. Nos casamos. Todo iba bien hasta que las drogas lo estropearon todo. Me divorcié y me fui a Marruecos a trabajar como  profesora de Inglés. Estuve viviendo con un marroquí años, hasta que me  prejubilaron ―contaba Carmen, con voz triste y entrecortada  ―No tuve ni puedo tener hijos. Me operaron. Estoy buscando una nueva pareja… ¿Te gustan las rosas?

― Sí, mucho, llevo una tatuada ―contestó Martín ―pero no me gustan los estadounidenses ni los marroquíes, lo siento, tengo mis razones. Estudiar Historia Universal crea prejuicios…

Martín se levantó y fue a pagar su bebida a la barra del bar.

― ¿Por qué soy éso? ―le preguntó sonriente el  camarero.

― Por genética, sus ancestros conquistaron hace miles de años América, mucho antes que los españoles, atravesaron el Estrecho de Bering a pie.

Martín dejó una buena propina y se volvió a buscar a Carmen, que lo esperaba de pie.

― Ven conmigo, te enseñaré el Palacio de Cristal y luego iremos a oler las rosas que quedan en el jardín de la Rosaleda…

Martín no conocía el palacio. Le pareció una catedral de vidrio desaprovechada. En su opinión, sería un magnífico invernadero tropical.

Aguantó estoicamente a que Carmen oliera las rosas, ya ajadas por las primeras olas de calor.

Castillo de Wernigerode 
― Me marcho Carmen. No volveré a verte  ―dijo Martín. ―Toma, te traigo un regalo que compré en Wernigerode, un pueblo  cercano a  las montañas de Harz, cuando hace poco viajé a Alemania en mi moto. Allí celebran un encuentro anual las brujas de todo el mundo.  Pura atracción turística. Es una moneda con la imagen de un ángel para protegerse de ellas. Nunca se sabe. Adiós, Carmen, buena suerte.

― Espera un momento Martín…

Carmen rebuscó con sus manos en el interior de su túnica negra y sacó un objeto pequeño de cobre pulido, que refulgió como una centella.

― Es la lámpara de Aladino ― dijo guiñándole un ojo  al entregársela. ―Para que el genio que habita en ella  cumpla tus deseos. Pídele que te encuentre una compañera paciente, madura, generosa y  flexible,  que con tanto ardor guerrero  templario buscas,  y te la traiga en una alfombra voladora. Buena barakah Martín. Salaam alaikum.

― Aleijem shalom ―respondió Martín, alejándose.

La Puerta de Alcalá  seguía  impertérrita vigilando, como el mejor de los alguaciles, su BMW. Martín, antes de bajar la visera de su casco, echó un vistazo a la inscripción de su frontispicio neoclásico… y volvió a hablar a su moto.

Route Us 66
― Sabes lo que te digo Princesa Azul… Que ninguna de las infantas de la corte de Carolus Rex III tuvo tanta suerte como tú, porque te puedo convertir en la reina de la Route US 66. 
En cuanto se lo pida al genio de mi lámpara maravillosa ―dijo riendo Martín ―además le pediré una novia cariñosa, dulce, neumática y guapa; y una buena  sicoterapeuta… Tres deseos, como dice el cuento.

Arrancó a sus 125 caballos mecánicos, se puso de pie en los estribos de la moto y bajó la acera con habilidad de trial. 

Luego los fustigó hasta diluirse en la culebra multicolor del tráfico de la Villa y Corte, camino de su casa, para reencontrarse con su soledad.

Había conocido a La mujer del burka.

Marcuan. 


miércoles, 12 de septiembre de 2018

LA MUJER DE LOS PUNTOS SUSPENSIVOS


Vuelve la pulsión de escribir. Quizás siempre estuvo ahí como un corcho hundido en un cubo de agua y, al soltar su lastre, reflota... con naturalidad.


Deleitar, informar o enseñar; eso intento dar a quien me lee,  a cambio de su atención: el mayor tesoro que una persona puede ofrecer a otra.







Se apresuró a limpiarle los chorretones de chocolate, pegados alrededor de sus labios, con una servilleta de papel mojada en agua. 

Acababan de conocerse y tomaban una taza con churros.

― ¡Oh! No superaste la etapa anal… ―Soltó María de golpe.

― ¿Qué no superé qué? ―Contestó Martín con cara de emoticón estupefacto.

― Me parece que tú eres de los que no soporta la suciedad ―dijo María ―¿Nunca te has acostado con una mujer untado de mantequilla y mermelada…?

― Pues yo… la mantequilla… 

María sonreía con picardía y mucha superioridad. Era una mujer menuda, ancha de caderas, elegantemente vestida, con pelo corto y grisáceo, de edad madura. Sus ojos pequeños y oscuros, cobijados tras una nariz grande, denotaban un alto coeficiente intelectual.

― ¡No sabes lo que te has perdido…! ―dijo María riendo.

Martín Cabrejas González se había perdido muchas cosas en la vida, pero que lo untaran en pelotas como a una tostada… se lo iba a perder. Seguro. Era un hombre ingenuo, con aire de adolescente por dentro y por fuera; en buena forma a pesar de estar en el último tercio de su vida, debido quizás a sus cuarenta años ejerciendo como profesor de Historia en un Instituto. Los jóvenes contagian vitalidad.

― Bueno María, termino de limpiarte los morros y te enseño el Paraninfo de la Universidad de Alcalá ―respondió ―y esto lo pagamos a medias, como todo.

Martín llevaba divorciado poco tiempo, todavía no sabía muy bien por qué y, cuando la soledad empezó a trepanarlo el esternón, se decidió a poner su perfil en una página de contactos.

― Tú no has quedado conmigo para ser pareja, sino para que te ayude…

María era doctora en Medicina y Psicología y, cuando le escribía por Wastupp, siempre ponía cuatro puntos suspensivos entre frases.

― Hablas igual que escribes María, con puntos suspensivos que, por cierto, lo correcto es poner sólo tres ―dijo Martín.

― Jajaja. Soy una mujer superdotada e independiente y pongo los que yo quiera poner. Faltaría más. Jajaja ―contestó María.

Martín también rió mientras pensaba que nunca se quitaría de encima aquel impulso de corregir y enseñar a los demás. Estaba jubilado ya como docente, por fin, pero arrastraba una enfermedad profesional crónica.

― Mañana a las doce te pasas por mi consulta en Madrid, a ver si “matas al padre” y dejas de actuar como un niño. Tienes que comportarte como un adulto. Y no te preocupes por los pagos, llegaremos a un acuerdo…

―  ¡Por Dios! ¿Que tengo que “matar” a quién? ―dijo Martín con cara de susto.

― Jajajaja... Es en lenguaje freudiano… Porque sufres cuando te enamoras… ¿No? Mira, eliges mujeres muy maternales y entonces temes que sus amigos varones te roben el afecto que no recibiste de niño por parte de tu madre, al meterte interno en un colegio. Le echas la culpa a tu padre y te enfrentas a los hombres. Tienes que “matarlo” para poder ser feliz con una mujer.


Martín Cabrejas  González miró la deslumbrante luz, a través de los cristales de la churrería, que bañaba a borbotones las estatuas de bronce de Don Quijote y Sancho Panza, sentadas frente a la casa natal de su "padre": Don Miguel de Cervantes Saavedra.


Suspiró.

Acababa de conocer a la Mujer de los puntos suspensivos...

MARCUAN