Queridos amigos lectores. Os deseo una Feliz Navidad.
Y también a los animalitos de todos los belenes del mundo. Este relato, por desgracia, se basa en hechos reales.
― Votos a favor… Votos en contra… Abstenciones… ¡Ea! ¡Queda aprobado por unanimidad! Se levanta
la sesión. Estas Navidades tendremos un belén
viviente ―dijo el alcalde.
Cogió su vara de regidor de encima de la mesa y se levantó. Entonces se dio
cuenta de que estaba adornada con hojas de acebo. Un detalle de Paula, su hija. Sonrió.
Los concejales se pusieron en pié y,
pelillos a la mar, entre apretones de
manos, besos y abrazos, se felicitaban las Pascuas unos a otros.
― ¿Y habrá burros de verdad? ―preguntó el del PP.
― Este pueblo está lleno, Mariano, porque hay que ser burro de verdad para
votaros a vosotros ―contestó riendo el de IU.
― ¡Y que lo digas Curro, a rebosar, pero si hasta tenéis mayoría absoluta…!
―terció el del Olivo-Equo-Ecologistas.
― ¡Claro Roque, porque vosotros estáis todavía verdes! ―dijo Mariano
soltando una carcajada.
― ¡Ea! ¡Se acabó! ¡Señores, hay que tener espíritu navideño! Te recuerdo
Mariano que tu hija va a hacer de Virgen María y tu hijo, Curro, de San José y el Verde
nos va a prestar a su nieto rubio, para que haga de Niño Jesús.
― ¿Yo? Sí hombre, para que esté en los brazos de una pija… ¡ni loco!
―protestó Roque.
― ¡A que te doy un varazo! ― dijo riendo el alcalde, levantando el bastón de mando ―.
Venga os invito a tomar algo en el mesón y así vemos los burritos que han traído; hay
uno que se llama Platero. Parece todo de algodón.
A Peláez no le importaba mucho, incluso lo prefería. Por eso se había
presentado voluntario en su Comisaría para hacer el servicio nocturno en la Nochebuena. Se encontraba
más sólo que nunca. Un día, sin saber todavía muy bien por qué, se fue de Madrid.
No había funcionado lo de Fuencisla.
Bajó al Sur, donde se estira el sueldo mientras se bebe sol y se come mar.
― ¡Atención coche patrulla R15! ¿Está usted a la escucha, Sr. Peláez?
Se aproximaba el alba. Había sido una Nochebuena tranquila.
Hacía doce grados de temperatura. Cuando tomó el relevo en Comisaría,
oyó a sus compañeros quejarse del frío. ¿Qué podían saber ellos de frío?
SEGOVIA |
Churrería La Marina. Cádiz. |
― ¡R15 a la escucha Mara! ¡Qué pasa! ¡Dígame!
De niño, cuando amanecía un día nevado, su madre lo abrigaba bien abrigado
para que bajara a jugar con sus amigos a diez grados bajo cero; y no lo dejaba ir al colegio de los
Maristas, al otro lado de la ciudad.
― Tranquilo Sr. Peláez, no se preocupe, no es nada urgente… Tenemos una
queja de un miembro de la Asociación en Defensa del Borrico… Parece ser que están maltratando a un burro en una localidad cercana a
donde se encuentra usted…
― ¿Burro? ¿No será una boa? ―dijo Peláez recordando a la que salió del
retrete en Madrid, la Nochebuena anterior*.
― Disculpe, Sr. Peláez, no lo entiendo; aquí pone burro, no boa…
― Perdone Mara, era una broma
―dijo Peláez ―ya se lo contaré otro día.
― ¡Digo! Mañana, cuando acabe el servicio, podemos tomar un chocolate con
churros en la cafetería La Marina: abre el día de Navidad ―contestó Mara―
¿Sabe dónde está?
― No.
― Yo le acompaño; está junto a la plaza de las Flores ―dijo Mara.
A Peláez, cuando vio a Mara por primera vez, le pareció una mujer grande y guapa, rubicunda, con una elegancia natural. Era tímida y muy seria en el trabajo.
Apenas se relacionaba con sus compañeros.
Por la tarde, al ir a recoger las llaves del coche patrulla, se cruzaron
sus miradas y Peláez pudo asomarse a unos ojos de color arena marrón oscuro,
donde, por un segundo, vio las cicatrices que deja el sufrimiento.
― De acuerdo Mara, me vendrá bien algo caliente para desentumecer los
huesos. ¡Menuda humedad hace por aquí abajo! ¿Qué pasa con Platero?
― ¡Digo! ¿Cómo lo sabe usted? Sí, así
se llama el burrito. Sólo tiene cuatro meses.
― Es que antes leía mucho... ―dijo Peláez.
Hasta los coches patrulla van más despacio en el Sur… o eso le pareció a
él.
No pudo pasar hasta la plaza del pueblo, un bolardo se lo impedía. Cuando
se bajó, un hombrecillo se le cruzó en la bocacalle.
― ¡Policía! ¡Por fin! ¡Cuánto han tardado ustedes! ―gritó nervioso.
― Vengo sólo, tranquilícese y cuénteme. ¿Identificación? ―contestó Peláez.
― Me llamo Curro. Soy concejal del ayuntamiento. Un hombre ha entrado sin
permiso en los corrales del belén viviente y se ha subido en un borrico. Lo va a aplastar.
― ¿Aplastar a un burro? Hombre… los burros se montan en mi pueblo, al menos eso es lo
que recuerdo.
― ¡Venga, venga conmigo, rápido!
Peláez lo siguió con una sonrisa de sorna en la cara, hasta que
llegó a la plaza y se le heló la sangre.
Un hombretón, de mediana edad, agarraba de las crines a un borriquillo a galope y se
subía a él de un salto. Su cuadrilla, entre risotadas y palabrotas, le jaleaba.
Uno de ellos sacó su móvil y le
fotografió. El burrito rebuznaba de miedo y dolor. Un niño pequeño empezó a
llorar.
― ¡Pareces Sancho Panza, joputa! ―gritó el del móvil.
Peláez se acercó rápidamente, crispado.
― ¡Bájese del burro! ¡Ahora mismo! ¡Ya! ¿Me ha oído, pedazo de zulú?
No obedeció la orden: el borriquillo se había desplomado bajo sus piernas y
resoplaba agonizante.
Entonces el gigante giró su cabeza, como un periscopio, localizando a Peláez y lanzándole una mirada de torpedo.
― ¿Y a este joputa quién le ha dado
vela en este entierro?
Peláez saltó a la torera la valla del corral y ambos hombres se pusieron
frente a frente, en el centro del corralito, congestionados, con la sangre hirviendo en sus venas.
Parecían David y Goliat.
― ¡Vamos Pepe, dale una paliza a ese
chulo del Real Madrid! ―gritó el del móvil
―. ¡Vas a salir bien guapo en los vídeos de primera! ¡Jajaja!
―. ¡Vas a salir bien guapo en los vídeos de primera! ¡Jajaja!
José Montoya, de 149 kilos de peso y casi dos metros de estatura, no estaba
acostumbrado a obedecer y menos con lo que había bebido en la Nochebuena.
Alberto Peláez, sesenta y ocho kilos y uno setenta de altura, Policía Nacional, servidor
público de la ley, dudó de tomarse la justicia por su mano.
No le dió tiempo. El primer puñetazo le rozó el pómulo, rasgándolo como una navaja bandolera, pero el segundo lo alcanzó de lleno en el hombro derecho.
Peláez hincó una rodilla en tierra al sentir una brutal punzada de dolor. Su mano derecha, agarrotada, no obedeció la orden de sacar el arma de fuego. Y lo vio venir a la carrera, como un búfalo enfurecido.
Se apartó a tiempo para esquivar la embestida, le puso una zancadilla y
empujó con toda la fuerza de su mano izquierda a aquella mole cargada de odio y
alcohol, que cayó de bruces contra el abrevadero de mármol.
Cuando oyó el crujido, sabía que aquel desgraciado no se levantaría jamás: se había roto el cuello y yacía junto a Platero.
Ambos estaban inermes.
El chirrido del cerrojo de la celda le despertó al abrirse de golpe y se
quedó boquiabierto al ver entrar a Mara con una bandeja repleta de churros,
dos tazas y una jarra con chocolate caliente, humenate.
― Buenos días Sr. Peláez, ya que hoy no podemos ir a La Marina, he pensado tomar los churros aquí ―dijo Mara sonriendo. ― ¿Qué le parece?
Iba sin uniforme. Su pelo encrespado y rubio, rizado, remataba un cuerpo rotundo
de reloj de arena, mientras sus oscuros ojos castaños lo miraban con dulzura. La
sonrisa, tierna y sincera de su rostro, le contagió de alegría.
― Llámame Alberto, Mara ―dijo Peláez con mirada húmeda― y muchas gracias.
― No te preocupes Alberto. Hoy mi amigo Juan Carlos está de servicio en los
calabozos y me ha dicho que dentro de un rato te llevará a declarar ante la
jueza. No te pondrá grilletes. Su señoría se llama Elvira y somos viejas conocidas
del colegio. Te tratará bien. Tú no has tenido la culpa de nada.
― Me acusará de homicidio preterintencional. Dura lex, sed lex: la ley es dura, pero es la
ley.
Peláez se quitó las dos alianzas, una de oro y otra de plata, que llevaba
en el dedo corazón de su mano izquierda. Eran viejos metales comprados en tiempos más
felices y se las dio a Mara.
― Toma: plata y oro para Platero. Con ello podrás pagar la incineración del
burrito y unas flores para ponerlas en su tumba.
― ¡Feliz Navidad, Alberto! ―contestó Mara―. Y le estampó un beso en todo
el morro.
Marco. Navidad 2014.
*Ver relato titulado: Nochebuena.
In Memoriam:
Platero es pequeño, peludo, suave; tan
blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos.
Juan Ramón Jiménez.
Cuando oyó el crujido, sabía que aquel desgraciado no se levantaría jamás: se había roto el cuello y yacía junto a Platero.
Ambos estaban inermes.