Que os divirtáis.
I
El embrión de los androides del futuro, colocado encima
de la mesilla de noche, encendió su halo luminoso verde esmeralda cuando detectó su nombre.
―¡Alexa! Despertador a las cinco ―le ordenó su
propietario.
―De la mañana o de la tarde ―respondió el cilindro parlante, con una voz femenina aterciopelada y dulce como el beso de una madre.
―De la mañana.
―Vale. Alarma configurada para mañana a las cinco de la
mañana ―contestó Alexa, entre un chisporroteo de colores del arco iris.
La habitación de Martín era austera y luminosa, como su alma. Sus
paredes lisas y blancas refulgían al amanecer, tiñéndose a oro viejo con el ocaso.
Había comprado el piso más alto del edificio a un “banco malo” para irse a vivir sólo, recién divorciado, en su tercera edad. Lo mandó restaurar desde la misma puerta de entrada, con sus colores favoritos: blanco y azul.
Había comprado el piso más alto del edificio a un “banco malo” para irse a vivir sólo, recién divorciado, en su tercera edad. Lo mandó restaurar desde la misma puerta de entrada, con sus colores favoritos: blanco y azul.
― ¿Dónde quiere tener su habitación, señor Cabrejas? ―recordó
que le preguntó el arquitecto.
―En medio de las otras dos, no quiero oír lo que hacen los
vecinos por la noche, ni que oigan lo que hago yo ―ordenó Martín, guiñándole un ojo.
A veces dormía mal en su futón japonés por culpa de las pesadillas, mientras un ventilador de techo lo abanicaba como el brazo incansable de un esclavo.
Aquella noche soñó con grandes peces de colores que nadaban en un río enorme, tanto, que no alcanzaba a ver su otra orilla. Sentía cómo se le acercaban y, de repente, sacaban sus cabezotas fuera del agua, y lo miraban con ojos desorbitados, mientras abrían sus fauces cargadas de dientes hechos con puntas de navajas oxidadas.
Aquella noche soñó con grandes peces de colores que nadaban en un río enorme, tanto, que no alcanzaba a ver su otra orilla. Sentía cómo se le acercaban y, de repente, sacaban sus cabezotas fuera del agua, y lo miraban con ojos desorbitados, mientras abrían sus fauces cargadas de dientes hechos con puntas de navajas oxidadas.
A las cinco en punto, hora torera, Alexa lo despertó
con una canción de The Beatles: El submarino amarillo.
Martín se levantó de un respingo, miró
por la ventana, y la abrió de par en par. Dejaba de llover. Un fuerte
olor a tierra mojada inundó su dormitorio, llegando al último rincón de sus pulmones.
―Mucha agua me rodea ―dijo Martín aún adormilado ―y hoy
quiero volar en mi moto, no quiero bucear. Alexa ¡¡¡cásate conmigo!!!
―No puedo: Hice la promesa de no casarme con un humano hasta que
Marte fuera colonizado ―respondió la autómata, haciéndolo reír.
Empezaba el verano.
Una suave brisa susurraba entre las hojas de las frondosas
y verdes copas de los árboles, bamboleándolas mientras se secaban los chorretones de su reciente ducha. Cientos de pájaros, en sus ramas, piaban a la nueva aurora.
Martín Cabrejas González desnudo y de pie, juntó las palmas de sus manos y dirigiendo su mirada hacia el jardín situado bajo su casa, empezó su oración diaria.
―Dioses del Norte: dadme vuestra fuerza para seguir vivo. Dioses del Sur: concededme vuestra alegría y calor. Dioses del Este: os pido sabiduría para acertar en las decisiones que tomo en mi vida. Dioses del Oeste: concededme fortuna y riqueza para mi bien y para hacer el bien…
Dioses del Norte, Sur, Este y Oeste, namasté: os agradezco que permitáis que siga vivo.
Padres: allá donde estéis, gracias por traerme a este mundo; perdonad mis errores como yo perdono los vuestros. Amparad a vuestros descendientes desde la paz de vuestra eternidad…
Lares: dioses familiares, protegedme del peligro y traedme suerte. Manes y penates: ancestros míos, gracias por vuestra herencia genética…
Luego meditó en silencio.
Desayunó lo habitual: una tostada de pan integral con aceite de oliva virgen extra, rodajas de tomate fresco con jamón
serrano; té verde; un plátano y cuatro nueces.
Se duchó y con liturgia de torero, se embutió en su armadura motera, de grueso cuero
color azul y negro.
Conectó la alarma de su casa, cerró la puerta y bajó al
garaje en busca de su “Princesa Azul”: una BMW R 1200 R. La cargó con sus maletas, se puso el casco y arrancó aquella máquina prodigiosa, que como por arte
de magia, convertía caballos mecánicos en veloces Pegasos.
Olía a aventura y a gasolina.
Olía a aventura y a gasolina.
― ¡Vamos a donde te fabricaron, Princesa Azul! ¡Llévame a Berlín! ―gritó
eufórico dentro del casco, apretando a tope el acelerador.
No sabía aún lo que les esperaba…
(Continuará)
Marcuan. Copyright. 01/07/2019.