No debemos olvidar que la especie humana es generosa por naturaleza. De lo contrario hubiera desaparecido de la faz de la Tierra hace miles de años.
Y debemos seguir ayudándonos a supervivir en estos tiempos difíciles, que pasarán. Ojalá sea pronto.
Miré la hora: eran las tres en punto de la
tarde del día de Reyes.
―Te invito a comer un arroz en La Marea
―dijo Susana.
―De acuerdo. A la botella de vino blanco invito
yo ―contesté a mi mujer.
Caminábamos ateridos de frío junto al
malecón de la ciudad de Cádiz, azotado por ráfagas de viento racheado del
Noroeste.
―¿Por qué vas mirando tanto al cielo? ―me
preguntó al cruzar la calle.
―Por si se nos cae una palmera encima.
Entramos en el restaurante y no tuvimos que esperar.
―¿Les parece bien esta mesa cerca de la playa? ―nos dijo el camarero.
―Sí, está bien ―dijo Susana―. Cariño, voy
a llamar por teléfono a mi hermana dentro, aquí no se oye.
Estaba solo cuando trajeron a nuestra mesa
una botella de color verde metida en un cubilete con hielos, un plato de
aceitunas machacadas y un cestillo con
picos y rebanadas de pan.
El trago de vino blanco afrutado de Arcos de la
Frontera, se mezcló en mi boca con el amargor de las olivas de Jaén y el pico
de Xeréz; mientras veía un mar
embravecido a través de la ventana de plástico trasparente.
Pensé que, por primera vez en mi vida,
estaba de acuerdo con el dogma de la infalibilidad del Papa Benito XVI: había dicho que los
Reyes Magos eran andaluces. Seguro que beberían y comerían por el camino lo
mismo que estaba bebiendo y comiendo yo, con la misma felicidad, dos mil años después de su viaje a Belén.
―¡A su salud, Majestades! ―dije
levantando mi copa.
―¿Pero me quieres decir qué haces
hablando solo? ―dijo Susana a mi espalda ―¡ya empiezas a chochear! ―. Se lo
conté y nos echamos a reír.
El arroz verde con almejas servido en
cazuela de hierro forjado, apareció en su punto, borboteando, pero no venía
solo.
―¡Señores! ¡El cuarenta y tres! ¡Tengo el
cuponazo del sábado!
La lazarilla, una adolescente rubia y espigada,
guiaba a un ciego gordinflón entre las mesas, con presteza y habilidad felinas.
―No gracias.
Al rato, después de succionar la octava
almeja y beber otro trago de vino, me
encontré de pronto unas gafas de sol estilo Gadafi, oscuras como el carbón,
junto a la servilleta.
Levanté la mirada despacio hacia un marroquí de cuello grueso como un toro.
Levanté la mirada despacio hacia un marroquí de cuello grueso como un toro.
―No gracias.
El vino Tierra Blanca empezaba a producirme euforia, y me dejé
vencer por la generosidad con el siguiente grupo de acosadores: los gorriones.
Cinco o seis entraron por las comisuras
del chiringuito y se acercaron con desparpajo a la mesa. Cuando les eché varias
migajas de pan armaron tal alboroto, que me recordaron al patio del
colegio.
Terminaba de rechupetear la última almeja,
cuando apareció un joven negro, de piel satinada, alto y pulcramente vestido. Me ignoró, se
acercó a mi mujer y susurró a su oído,
mientras le ofrecía una pulsera de piedras rojas. Susana se la puso. Luego se dirigió a mí, ofreciéndome otra de tonos rosáceos
y naranjas. Apoyó con suavidad su mano en mi hombro, se agachó y acercó sus
labios gruesos hasta mi oreja.
Su voz acariciaba.
Su voz acariciaba.
―Guru-Guru, mi abuela, mon grand-mère, dice protección de
espíritus para ti y buena suerte.
―Págale, cariño, son muy bonitas.
―Una, tres euros; dos, cinco euros ―dijo
como un rayo.
Al pagarle me enseñó los dientes en
cinemascope más blancos que he visto en mi vida. Luego atacó en la siguiente
mesa, ocupada por seis mujeres de
mediana edad, con la misma técnica. No le perdí ojo. Después de arrasarlas, le hice una seña para que se acercara.
―Me llamo Marcuan, he sido profesor y
abogado, ahora escribo cuentos. Esta es mi tarjeta, por si quieres leerlos en
mi blog ―dije ―quizás escriba uno sobre ti. ¿De dónde eres? ¿Cómo te llamas?
¿Cuántos años tienes? ―le pregunté.
―¿Avocato… profesor de qui? ¡Ah! De Yeografí. Yo soy de Senegal, me llamo
Makelele y tengo 21 años.
―¿Hablas francés?
―Oui, monsieur ―dijo Makelele.
Por fin terminamos de comer. No quedaba un
grano de arroz en la cazuela. Se acercó el camarero.
―¿Es usted Marcuan? ―preguntó.
―Sí ―contesté extrañado ―. ¿Cómo lo sabe?
―¿Puede acompañarme, por favor? ―dijo ―. Un
policía pregunta por usted.
―¿Quieres que vaya contigo? ―dijo Susana,
alarmada.
―No, espera aquí ―contesté ―. Me entero
de quién es y vuelvo. Será algún amigo de Alcalá.
Acompañé al camarero hasta el interior de
las cocinas del restaurante.
―¡Mon ami avocato! ―gritó Makelele, nada
más verme. Estaba esposado entre dos policías nacionales. Uno de ellos,
gigantesco, se acercó a mí con la tarjeta de presentación que le había dado a
Makelele.
―¿Es usted abogado? ―dijo en un tono
socarrón ―. Porque aquí pone Marcuan
“Escritor motero”…
―Pues verá usted señor agente… para
empezar quítele los grilletes a Makelele, por favor, y después me enseñan sus
placas de identificación, si son tan amables.
De repente, en la cocina, no se oyó el
ruido de un solo plato.
―¿Y qué moto tienes, si se puede saber?
―preguntó el guardia grandullón.
―Una MP3 500 LT Sport ―contesté
sorprendido.
―¡Eso no es una moto, es un triciclo!
―dijo riendo ―¡Mi Kawasaki VN 1700 Voyager Custom sí que es una moto!
―La moto de Batman ―respondí.
Nos estrechamos la mano.
Nos estrechamos la mano.
A las cinco en punto de la tarde, hora
torera, una extraña cuadrilla formada por dos policías, un joven senegalés y un
jubilado, hacía el paseíllo entre las mesas del Restaurante Cervecería La
Marea, frente a la playa de la Victoria, en Cádiz.
―Susana, llama a Andalucía Acoge, auxilia
a los sin papeles. Te espero en Comisaría.
Durante los cinco días siguientes visitamos
a Makelele en el Centro de Internamiento para Extranjeros.
―Te van a repatriar… ¿lo sabes, no?
Makele nos regaló una sonrisa marfileña.
―Volveré, mon ami avocat, volveré… soy joven, soy fuerte, soy valiente...
Me quité de la muñeca la pulsera de piedra
roseta y se la devolví.
―Guru-Guru ―le dije.
Nos dimos un abrazo de despedida, mientras
oíamos los rugidos del mar, cercano.
Marcuan: 23/01/2013.
Hola Marco Antonio, estamos encantados con que aparezca nuestra postal en una historia como la de Makelele; una historia preciosa de final triste como las de miles de personas que se ven obligadas a bajar en marcha de un sueño.
ResponderEliminarGracias por vuestro permiso. Vuestra labor humanitaria es encomiable. Un abrazo. Marcuan.
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