Hace
unos días un guardarrail segó la vida de un joven motorista de 37 años.
Quizás por la falta de hijos…
Era mágico.
Y cometió un error: dejó de conducir 200 metros por delante de aquella bala roja en la que iba subido. No vio a tiempo la mancha de gasoil derramado por un camión en el peralte de la curva.
Que
en paz descanse.
Este
relato va dedicado a su memoria.
También
espero que nos sirva de reflexión a los motociclistas, para que la fortuna y la
prudencia no nos abandonen nunca.
Pedir a los políticos responsables la implantación obligatoria de los
“quitamiedos” o protectores de las “guadañas de cuneta”, que es lo que son las
vigas que sostienen los guardarrailes, es predicar en el desierto o arar los
caminos.
Pero
algún día lo conseguiremos porque:”La soberanía nacional reside en el pueblo
español, del que emanan los poderes del Estado” (Art. 1, 2 Constitución
Española).
Que
no se les olvide.
Era
perfecta y muy bella. Antonio la miraba embelesado. Acarició despacio con sus
manos aquella piel metalizada, sintética y sonrió satisfecho. Olía a virgen.
Antonio tenía 37 años recién cumplidos y un porvenir
brillante como psiquiatra. Su consulta estaba a rebosar, nutrida por la
crisis económica.
Se
sentó encima de la impresionante Ducati Diavel de color rojo fuego, recién
comprada, capaz de alcanzar los 150 km/h en menos de seis segundos y reguló los
espejos retrovisores.
Imposible
pasar inadvertido…
―¿Vas
a salir con tus amigos, dejándome sola todo el día?
Carmen,
a su espalda, le observaba con ojos húmedos. Había intentado ir sentada detrás
de aquellas máquinas infernales, sin éxito. Cuando Antonio cogía velocidad, le
daba un ataque de pánico. En una ocasión casi se tira de la moto en marcha.
―Sí ―contestó Antonio.
―¿No te da vergüenza?
Me prometiste que iríamos de compras y luego al cine.
―Han llamado los de la
peña ―dijo Antonio ―hace muy buena mañana para salir y…
―¡Por mí como si no
vuelves más! ―respondió Carmen. Se metió dentro de la casa dando un portazo.
Antonio arrancó la moto,
cliqueó el mando automático que abría la puerta de la cancela y subió por
la rampa del garaje sin mirar atrás. Sabía que su mujer estaba llorando. No
comprendía por qué ahora Carmen odiaba tanto su afición a las motos. Antes de
casarse no parecía importarle.
Quizás por la falta de hijos…
Al domar con un giro de muñeca los 165 caballos de potencia
que cabalgaba, se le olvidaban los dramas que oía a diario en su consulta. Podía
sentir el golpeteo de la adrenalina en sus sienes cuando aquellos 250 kilos de
metal, se volvían ingrávidos.
Era mágico.
―Voy
a tener que divorciarme ―gritó dentro de su armadura ―estoy harto.
El
sol brillaba en lo alto, mientras la carretera serpenteaba entre campos
alfombrados por brotes verdes de trigo y cebada. Un aire tibio y limpio le
atravesaba como los rayos X por las toberas del casco, mezclándose con el
ronroneo del motor. Se desconcentró.
Y cometió un error: dejó de conducir 200 metros por delante de aquella bala roja en la que iba subido. No vio a tiempo la mancha de gasoil derramado por un camión en el peralte de la curva.
―¡Maldita
sea! ―gritó Antonio, mientras derrapaba sobre el asfalto.
Su
pie izquierdo quedó atrapado en la estribera y lo arrastró hasta el guardarrail. No sintió dolor cuando golpeó su
cuello contra la viga cortante de metal y pudo ver desde la cuneta, en un
chispazo de vida, cómo su cuerpo seguía abrazado a la moto en un baile mortal.
Marcuan. 12/02/12
Marc! Muy buen relato! Un poco triste, pero real como la vida misma!
ResponderEliminarBesos, Lourdes
Gracias Lourdes. Ojalá no ocurra nunca más. Marco.
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