viernes, 28 de diciembre de 2012

NOCHEBUENA


Estimados lectores. Desconozco si entre vosotros hay personas que lo pasan mal por la crisis económica. De ser así, me gustaría arrancarles una sonrisa con este cuento de Navidad, basado en un hecho real.

Ojalá lo consiga.

Os deseo una feliz Nochebuena… Mejor que la de Peláez.




El agente Peláez estaba harto de la crisis y de ser policía: su trabajo empezaba a  deprimirle. Durante los desahucios, se bajaba la visera del casco para que sus compañeros no le vieran llorar.

Pero daba igual, todos sabían que a la vuelta tenían que parar el furgón para que vomitara.

―Esta Navidad no cobro la extra ―masculló entre dientes ― y encima me recortan al compañero del coche patrulla. Parezco un Robinsón Crusoe.

Peláez se sentía un agente de la ley y el orden frustrado, porque no recibía las órdenes que sí le gustaría cumplir: perseguir a los que se llevan el dinero de la corrupción a Suiza.

―Aquí Central llamando a 43 ―sonó por la radio―. Tenemos 
una emergencia por posible ingesta de alucinógenos en la calle Botticelli número 11, 1º-A. Distrito Vallecas. Cambio.

Peláez se desperezó con calma antes de responder.  Eran las 21 horas de la Nochebuena y, a esa hora y en esa fecha, lo máximo que podía pasar es que un idiota se rebanara un tendón de la mano con el cuchillo jamonero. Pero un caso de alucinógenos…

―Aquí coche patrulla 43. A ver, Fuencis ¿eres tú, voz de sirena? ―preguntó ―. Explícate un poco mejor con el que se ha tragado un polvorón de LSD.

―Peláez, menos bromas de servicio ―
contestó Fuencisla ―.Escucha con atención. Un tal Sr. García nos ha llamado diciendo que había una boa en su retrete. Comprueba su estado mental y llama a una ambulancia, si es necesario. Cambio.

Al instante activó la sirena y las luces, enfilando por la M-30 a toda velocidad, sentido Sur. Cuando llegó, aparcó a la puerta, subió por las escaleras y llamó al timbre. Abrieron y enseñó su placa.

―Policía. Buenas noches ¿Es usted el Sr. García? ―preguntó.


―Sí, soy yo, pase, pase, señor guardia.


El señor García tenía aspecto de persona mayor, apacible y cabal. Estaba tan solo como él. 

―Usted dirá.

―Pues verá usted, esta noche he cenado pronto y antes de acostarme me he ido al cuarto de baño. Y cuando levanté la tapa del inodoro, ha salido la cabeza de una boa ―dijo el señor García, tan tranquilo.

―Bueno, bueno, que todavía no son los Santos Inocentes… ―dijo Peláez. ― ¿Ha bebido usted mucho en la cena o ha tomado alguna pastilla?

―Mire, señor guardia, soy un jubilado del Metro ¿Le parezco borracho o trastornado? ―dijo el anciano ―. Acompáñeme, por favor.

Al final de un largo pasillo estaba el servicio. El señor García abrió la puerta y dio la luz. Todo estaba ordenado y pulcro, como en un barracón militar.

Peláez desenfundó la pistola para hacerse el interesante, que eso impresiona mucho al personal y llega a oídos del comisario. Necesitaba aumentar su prestigio.

―Levante la tapa ―ordenó al anciano ―veamos  a la serpiente del lago Ness…

― ¿Yo? ¿Está usted loco? ―dijo García  ― ¡Ni por todo el oro del mundo!

Y allá fue Peláez.


Cuando alzó la tapa, surgió la cabeza de una boa, igual que si fuera el cesto de un faquir. Peláez pegó un  respingo, cayendo de espaldas sobre el señor García. Pero lo peor fue el tiro que se le escapó.


― ¡Me cagüen…! ¿Está usted bien? 

―Un poco acojonado… la verdad   ―contestó con un hilo de voz el señor García.

Esa Navidad, todos los vecinos del portal se perdieron el discurso del Rey.

Prefirieron ver desde los balcones aquel espectáculo multicolor de luces estroboscópicas: rojas las de los bomberos;  amarillas las de las ambulancias y, las de la policía, azules.

La calle Botticelli parecía un Belén.


La furgoneta del Zoo de Madrid no llevaba luces, pero fue la que más gustó a la gente. Cuando los empleados sacaron la boa en un contenedor recibieron una cerrada ovación. Como los toreros.

Más tarde se supo que el vecino del 5º-A había ido de viaje a Cuba hacía dos años. Se trajo una lombriz verde y amarilla de recuerdo, pero cuando empezó a crecer se asustó y la tiró por la taza del váter.

A las ocho de la mañana, ojeroso, Peláez entró en los garajes de la Central de Policía, entregó las llaves al encargado, firmó el parte y subió a cambiarse.

―¡Feliz Navidad! ―gritaron sus compañeros de turno, cuando abrió la puerta del vestuario.

Todos le esperaban sonrientes. En unas mesas improvisadas, había varias jarras de chocolate caliente y una enorme porra enroscada, con una gran cabeza de boa de cartón en el extremo. Llevaba puesto un capirote de Papá Noel hecho con papel de colores. Se sentaron a la mesa, expectantes.

― Cuenta, cuenta ―dijo Fuencisla, a su lado. A Peláez le pareció que estaba buenísima.

― ¿Sabéis lo que os digo? Me dan ganas de abandonar el Cuerpo de Policía, no aguanto más. Tanto examen psicotécnico, tantas artes marciales, tanto estudiar criminología… ¿Para qué? ―resopló Peláez  ―¿para dar porrazos a los yayoflautas y tener que enfrentarte a una anaconda del Caribe?

―Boa, Peláez, boa, si hubiera sido una anaconda no estarías aquí ―dijo Fuencisla―. Venga, vamos a tomarnos el chocolate con porras, antes de que se enfríe: ¡Feliz Navidad!

Y le estampó a Peláez un sonoro beso en todo el morro.



Marcuan: 24/12/12.


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