En la Escuela de Escritores de Madrid se nos decía que un escritor tiene que ser verosímil, aunque los personajes recreados sean fruto exclusivamente de su imaginación. Excepto si se es historiador.
Sus conductas, pensamientos o palabras nunca deben atribuirse a personas que existan en la realidad, por mucho que se les parezcan, así como los lugares donde interactúan; inspirados, con más o menos libertad, en lugares reales.
Así es y será siempre en nuestros relatos.
A Martín
le pareció encontrar un perfil de mujer interesante en la página de citas, pero
no tenía fotografía y le pidió una imagen.
“No.
No me gusta enseñar mis fotos a nadie. Si quieres, nos conoceremos mañana en el parque
del Retiro a las doce del mediodía. Te esperaré en una terraza, junto al
lago” ―le contestó por WastApp aquella mujer sin rostro, llamada Carmen.
A Martín
le desagradaban las grandes metrópolis. Ahora ya no se perdía en ellas, gracias
a inventos tan increíbles como los GPS. En sus viajes de juventud le agobiaban mucho
los planos y los cambios de monedas.
― Da gusto Princesa Azul ―dijo mirando a su BMW R1200R ―los tiempos avanzan que es una barbaridad…
Le
gustaban las motos desde niño.
― ¡Llévame
al Retiro princesa! Hay que ponerle un rostro a la bella voz de Carmen ―Dijo Martín introduciendo la dirección
en el navegador.
Mientras
aceleraba por la A-2 pensaba si tanta soledad no lo estaría volviendo majareta. Si seguía hablando con su
moto, tendría que hacérselo mirar.
Estacionó
en la acera frente a la Puerta de Alcalá. Un privilegio motero.
Buscar aparcamiento en Madrid cuesta tiempo, dinero o ansiedad a los que tienen
coche.
Encontró
el aprendiz de lago del Retiro; Martín
había visto lagos de verdad, inmensos, en sus viajes por Europa, cuando aún había
que atravesar el Telón de Acero. Hacía mucho tiempo de eso, pero todavía conservaba aquel espíritu jovial y aventurero.
Por
eso estaba allí.
― ¡Hola!
―oyó gritar a una voz femenina. ―Te he reconocido rápido, te pareces a Lawrence
de Arabia ―dijo Carmen ―con esa gorra con faldillas hasta los hombros…
― Soy
celta como él y me tengo que proteger de este sol tan fuerte ―contestó Martín.
La
observó. Carmen tenía un rostro esculpido por las drogas: enjuto, cetrino y
abrujado, con labios cortados a cuchillo. Su piel estaba cuarteada y envejecida
prematuramente para su edad. Un pelo descuidado, lacio, largo y canoso
remarcaba unos ojos grandes y grises, de mirada fija e hipnotizante. Le recordó vagamente a Joan Báez y a la lejana generación del LSD, tan extinguida como los
dinosaurios.
Una
amplia chilaba de un color negro irisado, apenas dejaba entrever su cuerpo
enflaquecido.
― Como me
dijiste que no andas bien de dinero, yo ya tengo pagada mi consumición.
Un
camarero joven, descendiente de los incas, se acercó a atenderlo con una sonrisa
burlona.
― ¿Oye tú, qué quieres tomar? ―dijo displicente.
― ¿Sabe por qué es usted barbilampiño? ―respondió Martín, mientras se quitaba la gorra, repanchingándose en la silla de aluminio de
la terraza.
―
¿Barbi… qué? ―contestó el camarero estupefacto.
―
Haga usted el favor de traerme, si es tan amable, una cerveza cero alcohol ―dijo
Martín con cara hosca.
Un
silencio pastoso, como una mezcla de polvo y lodo, envolvió el ambiente. Martín
lo rompió en mil pedazos, como a un botijo.
―
Bueno Carmen, encantado de conocerte ¿quieres que empecemos a hablar de
nuestras vidas; de nuestras mochilas? ―preguntó Martín.
Aquella
mujer lo taladró con sus ojos alobados, lastrados por muchos años de
sufrimiento. Martín sostuvo su mirada con precaución, como antes de comenzar un
combate de Jiu-Jitsu.
― Voy
a empezar yo. Mira, soy madrileña, mi casa estaba cerca del Retiro y me
escapaba con frecuencia de las clases del colegio para venir aquí, donde conocí
a un chico norteamericano de Nebraska, hijo de una familia de músicos. Tocaba el
clarinete. Me fui con él, en contra de la opinión de mis padres, a los Estados Unidos. Nos casamos. Todo iba
bien hasta que las drogas lo estropearon todo. Me divorcié y me fui a Marruecos
a trabajar como profesora de Inglés.
Estuve viviendo con un marroquí años, hasta que me prejubilaron ―contaba Carmen, con voz triste
y entrecortada ―No tuve ni puedo tener hijos. Me operaron. Estoy
buscando una nueva pareja… ¿Te gustan las rosas?
― Sí,
mucho, llevo una tatuada ―contestó Martín ―pero no me gustan los estadounidenses ni los
marroquíes, lo siento, tengo mis razones. Estudiar Historia Universal crea
prejuicios…
Martín
se levantó y fue a pagar su bebida a la barra del bar.
―
¿Por qué soy éso? ―le preguntó sonriente el camarero.
― Por
genética, sus ancestros conquistaron hace miles de años América, mucho antes
que los españoles, atravesaron el Estrecho de Bering a pie.
Martín
dejó una buena propina y se volvió a buscar a Carmen, que lo esperaba de pie.
― Ven
conmigo, te enseñaré el Palacio de Cristal y luego iremos a oler las rosas que
quedan en el jardín de la Rosaleda…
Martín
no conocía el palacio. Le pareció una catedral de vidrio desaprovechada. En su opinión, sería un magnífico invernadero tropical.
Aguantó
estoicamente a que Carmen oliera las rosas, ya ajadas por las primeras olas de
calor.
Castillo de Wernigerode |
―
Espera un momento Martín…
Carmen
rebuscó con sus manos en el interior de su túnica negra y sacó un objeto
pequeño de cobre pulido, que refulgió como una centella.
― Es
la lámpara de Aladino ― dijo guiñándole un ojo al entregársela. ―Para que el genio que habita
en ella cumpla tus deseos. Pídele que te
encuentre una compañera paciente, madura, generosa y flexible,
que con tanto ardor guerrero
templario buscas, y te la traiga
en una alfombra voladora. Buena barakah Martín. Salaam alaikum.
― Aleijem shalom ―respondió Martín, alejándose.
Route Us 66 |
En cuanto se lo pida al genio de mi lámpara maravillosa ―dijo riendo Martín ―además le pediré una novia cariñosa, dulce, neumática y guapa; y una buena sicoterapeuta… Tres deseos, como dice el cuento.
Arrancó a sus 125 caballos mecánicos,
se puso de pie en los estribos de la moto y bajó la acera con habilidad de
trial.
Luego los fustigó hasta diluirse en la culebra multicolor del tráfico de la Villa y Corte, camino de su casa, para reencontrarse con su soledad.
Luego los fustigó hasta diluirse en la culebra multicolor del tráfico de la Villa y Corte, camino de su casa, para reencontrarse con su soledad.
Había
conocido a La mujer del burka.
Marcuan.