Vuelve la pulsión de escribir. Quizás siempre estuvo ahí como un corcho hundido en un cubo de agua y, al soltar su lastre, reflota... con naturalidad.
Deleitar, informar o enseñar; eso intento dar a quien me lee, a cambio de su atención: el mayor tesoro que una persona puede ofrecer a otra.
Se apresuró a limpiarle los
chorretones de chocolate, pegados alrededor de sus labios, con una servilleta
de papel mojada en agua.
Acababan de conocerse y tomaban una taza con churros.
― ¡Oh! No superaste la etapa anal…
―Soltó María de golpe.
― ¿Qué no superé qué? ―Contestó Martín
con cara de emoticón estupefacto.
― Me parece que tú eres de los que
no soporta la suciedad ―dijo María ―¿Nunca te has acostado con una mujer untado de mantequilla y mermelada…?
― Pues yo… la mantequilla…
María sonreía con picardía y mucha superioridad. Era una mujer menuda, ancha de caderas, elegantemente vestida, con
pelo corto y grisáceo, de edad madura. Sus ojos pequeños y oscuros, cobijados tras una nariz grande, denotaban un alto coeficiente intelectual.
― ¡No sabes lo que te has perdido…! ―dijo María riendo.
Martín Cabrejas González se había
perdido muchas cosas en la vida, pero que lo untaran en pelotas como a una
tostada… se lo iba a perder. Seguro. Era un hombre ingenuo, con aire de
adolescente por dentro y por fuera; en buena forma a pesar de estar en el último tercio de su vida, debido quizás a sus cuarenta años ejerciendo como profesor de Historia en un Instituto. Los jóvenes contagian vitalidad.
― Bueno María, termino de
limpiarte los morros y te enseño el Paraninfo de la Universidad de Alcalá
―respondió ―y esto lo pagamos a medias, como todo.
Martín llevaba divorciado poco tiempo, todavía no sabía muy bien por qué y, cuando la soledad empezó a trepanarlo el esternón,
se decidió a poner su perfil en una página de contactos.
― Tú no has quedado conmigo para
ser pareja, sino para que te ayude…
María era doctora en Medicina y Psicología y, cuando le escribía por Wastupp, siempre ponía cuatro puntos
suspensivos entre frases.
― Hablas igual que escribes María,
con puntos suspensivos que, por cierto, lo correcto es poner sólo tres ―dijo Martín.
― Jajaja. Soy una mujer
superdotada e independiente y pongo los que yo quiera poner. Faltaría más.
Jajaja ―contestó María.
Martín también rió mientras pensaba que
nunca se quitaría de encima aquel impulso de corregir y enseñar a los demás.
Estaba jubilado ya como docente, por fin, pero arrastraba una enfermedad profesional crónica.
― Mañana a las doce te pasas por mi
consulta en Madrid, a ver si “matas al padre” y dejas de actuar como un niño. Tienes
que comportarte como un adulto. Y no te preocupes por los pagos, llegaremos a
un acuerdo…
― ¡Por Dios! ¿Que tengo que “matar” a quién? ―dijo Martín con cara de susto.
― Jajajaja... Es en lenguaje freudiano… Porque sufres cuando te enamoras… ¿No? Mira, eliges mujeres
muy maternales y entonces temes que sus amigos varones te roben
el afecto que no recibiste de niño por parte de tu madre, al meterte interno en
un colegio. Le echas la culpa a tu padre y te enfrentas a los hombres. Tienes que “matarlo” para poder ser
feliz con una mujer.
Martín Cabrejas González miró la deslumbrante luz, a través
de los cristales de la churrería, que bañaba a borbotones las estatuas de
bronce de Don Quijote y Sancho Panza, sentadas frente a la casa natal de su "padre": Don
Miguel de Cervantes Saavedra.
Suspiró.
Acababa de conocer a la Mujer de los puntos suspensivos...
MARCUAN
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