lunes, 17 de septiembre de 2018

LA MUJER DEL BURKA


En la Escuela de Escritores de Madrid se nos decía que un escritor tiene que ser verosímil, aunque los personajes recreados sean fruto exclusivamente de su imaginación. Excepto si se es historiador.

Sus conductas, pensamientos o palabras nunca deben atribuirse a personas que existan en la realidad, por mucho que se les parezcan, así como los lugares donde interactúan; inspirados, con más o menos libertad, en lugares reales.

Así es y será siempre en nuestros relatos.






A Martín le pareció encontrar un perfil de mujer interesante en la página de citas, pero no tenía fotografía y le pidió una imagen. 

“No. No me gusta enseñar mis fotos a nadie. Si quieres, nos conoceremos mañana en el parque del Retiro a las doce del mediodía. Te esperaré en una terraza, junto al lago” ―le contestó por WastApp aquella mujer sin rostro, llamada Carmen.

A Martín le desagradaban las grandes metrópolis. Ahora ya no se perdía en ellas, gracias a inventos tan increíbles como los GPS. En sus viajes de juventud le agobiaban mucho los planos y los cambios de  monedas.

― Da gusto Princesa Azul ―dijo mirando a su BMW R1200R ―los tiempos avanzan que es una barbaridad…

Le gustaban las motos desde niño.  

― ¡Llévame al Retiro princesa! Hay que ponerle un rostro a la bella voz de Carmen  ―Dijo Martín introduciendo la dirección en el navegador.

Mientras aceleraba por la A-2 pensaba si tanta soledad no lo estaría volviendo majareta. Si seguía hablando  con su moto, tendría que hacérselo mirar.
BMW R1200R

Estacionó en la acera frente a la Puerta de Alcalá. Un privilegio motero. Buscar aparcamiento en Madrid cuesta tiempo, dinero o ansiedad a los que tienen coche.

Encontró el aprendiz de lago del Retiro;  Martín había visto lagos de verdad, inmensos, en sus viajes por Europa, cuando aún había que atravesar el Telón de Acero. Hacía mucho tiempo de eso, pero todavía conservaba aquel espíritu jovial y aventurero.

Por eso estaba allí.

― ¡Hola! ―oyó gritar a una voz femenina. ―Te he reconocido rápido, te pareces a Lawrence de Arabia ―dijo Carmen ―con esa gorra con faldillas hasta los hombros… 


― Soy celta como él y me tengo que proteger de este sol tan fuerte ―contestó Martín.

La observó. Carmen tenía un rostro esculpido por las drogas: enjuto, cetrino y abrujado, con labios cortados a cuchillo. Su piel estaba cuarteada y envejecida prematuramente para su edad. Un pelo descuidado, lacio, largo y canoso remarcaba unos ojos grandes y grises, de mirada fija e hipnotizante.  Le recordó vagamente a Joan Báez  y a la lejana  generación del LSD, tan extinguida como los dinosaurios.


Una amplia chilaba de un color negro irisado, apenas dejaba entrever su cuerpo enflaquecido.

    Como me dijiste que no andas bien de dinero, yo ya tengo pagada mi consumición.

Un camarero joven, descendiente de los incas, se acercó a atenderlo con una sonrisa burlona.

― ¿Oye tú, qué quieres tomar? ―dijo displicente.

― ¿Sabe  por qué es usted barbilampiño? ―respondió  Martín, mientras se quitaba la gorra, repanchingándose en la silla de aluminio de la terraza.

― ¿Barbi… qué? ―contestó el camarero estupefacto.

― Haga usted el favor de traerme, si es tan amable, una cerveza cero alcohol ―dijo Martín con cara hosca.

Un silencio pastoso, como una mezcla de polvo y lodo, envolvió el ambiente. Martín lo rompió en mil pedazos, como a un botijo.

― Bueno Carmen, encantado de conocerte ¿quieres que empecemos a hablar de nuestras vidas; de nuestras mochilas? ―preguntó Martín.

Aquella mujer lo taladró con sus ojos alobados, lastrados por muchos años de sufrimiento. Martín sostuvo su mirada con precaución, como antes de comenzar un combate de Jiu-Jitsu.

― Voy a empezar yo. Mira, soy madrileña, mi casa estaba cerca del Retiro y me escapaba con frecuencia de las clases del colegio para venir aquí, donde conocí a un chico norteamericano de Nebraska,  hijo de una familia de músicos. Tocaba el clarinete. Me fui con él, en contra de la opinión de mis padres,  a los Estados Unidos. Nos casamos. Todo iba bien hasta que las drogas lo estropearon todo. Me divorcié y me fui a Marruecos a trabajar como  profesora de Inglés. Estuve viviendo con un marroquí años, hasta que me  prejubilaron ―contaba Carmen, con voz triste y entrecortada  ―No tuve ni puedo tener hijos. Me operaron. Estoy buscando una nueva pareja… ¿Te gustan las rosas?

― Sí, mucho, llevo una tatuada ―contestó Martín ―pero no me gustan los estadounidenses ni los marroquíes, lo siento, tengo mis razones. Estudiar Historia Universal crea prejuicios…

Martín se levantó y fue a pagar su bebida a la barra del bar.

― ¿Por qué soy éso? ―le preguntó sonriente el  camarero.

― Por genética, sus ancestros conquistaron hace miles de años América, mucho antes que los españoles, atravesaron el Estrecho de Bering a pie.

Martín dejó una buena propina y se volvió a buscar a Carmen, que lo esperaba de pie.

― Ven conmigo, te enseñaré el Palacio de Cristal y luego iremos a oler las rosas que quedan en el jardín de la Rosaleda…

Martín no conocía el palacio. Le pareció una catedral de vidrio desaprovechada. En su opinión, sería un magnífico invernadero tropical.

Aguantó estoicamente a que Carmen oliera las rosas, ya ajadas por las primeras olas de calor.

Castillo de Wernigerode 
― Me marcho Carmen. No volveré a verte  ―dijo Martín. ―Toma, te traigo un regalo que compré en Wernigerode, un pueblo  cercano a  las montañas de Harz, cuando hace poco viajé a Alemania en mi moto. Allí celebran un encuentro anual las brujas de todo el mundo.  Pura atracción turística. Es una moneda con la imagen de un ángel para protegerse de ellas. Nunca se sabe. Adiós, Carmen, buena suerte.

― Espera un momento Martín…

Carmen rebuscó con sus manos en el interior de su túnica negra y sacó un objeto pequeño de cobre pulido, que refulgió como una centella.

― Es la lámpara de Aladino ― dijo guiñándole un ojo  al entregársela. ―Para que el genio que habita en ella  cumpla tus deseos. Pídele que te encuentre una compañera paciente, madura, generosa y  flexible,  que con tanto ardor guerrero  templario buscas,  y te la traiga en una alfombra voladora. Buena barakah Martín. Salaam alaikum.

― Aleijem shalom ―respondió Martín, alejándose.

La Puerta de Alcalá  seguía  impertérrita vigilando, como el mejor de los alguaciles, su BMW. Martín, antes de bajar la visera de su casco, echó un vistazo a la inscripción de su frontispicio neoclásico… y volvió a hablar a su moto.

Route Us 66
― Sabes lo que te digo Princesa Azul… Que ninguna de las infantas de la corte de Carolus Rex III tuvo tanta suerte como tú, porque te puedo convertir en la reina de la Route US 66. 
En cuanto se lo pida al genio de mi lámpara maravillosa ―dijo riendo Martín ―además le pediré una novia cariñosa, dulce, neumática y guapa; y una buena  sicoterapeuta… Tres deseos, como dice el cuento.

Arrancó a sus 125 caballos mecánicos, se puso de pie en los estribos de la moto y bajó la acera con habilidad de trial. 

Luego los fustigó hasta diluirse en la culebra multicolor del tráfico de la Villa y Corte, camino de su casa, para reencontrarse con su soledad.

Había conocido a La mujer del burka.

Marcuan. 


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