Estimados lectores. Desconozco
si entre vosotros hay personas que lo pasan mal por la crisis económica.
De ser así, me gustaría arrancarles una sonrisa con este cuento de
Navidad, basado en un hecho real.
Ojalá lo consiga.
Peláez se sentía un agente de la ley y el orden frustrado, porque no recibía las órdenes que sí le gustaría cumplir: perseguir a los que se llevan el dinero de la corrupción a Suiza.
―Aquí Central llamando a 43 ―sonó por la radio―. Tenemos
―Peláez, menos bromas de servicio ―contestó Fuencisla ―.Escucha con atención. Un tal Sr. García nos ha llamado diciendo que había una boa en su retrete. Comprueba su estado mental y llama a una ambulancia, si es necesario. Cambio.
―Usted dirá.
Peláez desenfundó la pistola para hacerse el interesante, que eso impresiona mucho al personal y llega a oídos del comisario. Necesitaba aumentar su prestigio.
Ojalá lo consiga.
Os deseo una feliz
Nochebuena… Mejor que la de Peláez.
El
agente Peláez estaba harto de la crisis y de ser policía: su trabajo empezaba a deprimirle. Durante los
desahucios, se bajaba la visera del casco para que sus compañeros no le vieran
llorar.
Pero daba igual, todos sabían que a la vuelta tenían que
parar el furgón para que vomitara.
―Esta
Navidad no cobro la extra ―masculló entre dientes ― y encima me recortan al
compañero del coche patrulla. Parezco un Robinsón Crusoe.
Peláez se sentía un agente de la ley y el orden frustrado, porque no recibía las órdenes que sí le gustaría cumplir: perseguir a los que se llevan el dinero de la corrupción a Suiza.
―Aquí Central llamando a 43 ―sonó por la radio―. Tenemos
una emergencia por posible ingesta de alucinógenos en la
calle Botticelli número 11, 1º-A. Distrito Vallecas. Cambio.
Peláez
se desperezó con calma antes de responder. Eran las 21 horas de la Nochebuena y, a esa hora y en esa fecha,
lo máximo que podía pasar es que un idiota se rebanara un tendón de la mano con
el cuchillo jamonero. Pero un caso de alucinógenos…
―Aquí
coche patrulla 43. A ver, Fuencis ¿eres tú, voz de sirena? ―preguntó ―. Explícate un poco mejor con el que se
ha tragado un polvorón de LSD.
―Peláez, menos bromas de servicio ―contestó Fuencisla ―.Escucha con atención. Un tal Sr. García nos ha llamado diciendo que había una boa en su retrete. Comprueba su estado mental y llama a una ambulancia, si es necesario. Cambio.
Al
instante activó la sirena y las luces, enfilando por la M-30 a toda velocidad, sentido Sur. Cuando llegó,
aparcó a la puerta, subió por las escaleras y llamó al timbre. Abrieron y
enseñó su placa.
―Policía.
Buenas noches ¿Es usted el Sr. García? ―preguntó.
―Sí,
soy yo, pase, pase, señor guardia.
El
señor García tenía aspecto de persona mayor, apacible y cabal. Estaba tan solo como él.
―Usted dirá.
―Pues
verá usted, esta noche he cenado pronto y antes de acostarme me he ido al cuarto de baño. Y cuando levanté la tapa
del inodoro, ha salido la cabeza de una boa ―dijo el señor García, tan
tranquilo.
―Bueno, bueno, que todavía no son los Santos Inocentes…
―dijo Peláez. ― ¿Ha bebido usted mucho en la cena o ha tomado alguna
pastilla?
―Mire, señor guardia, soy un jubilado del Metro ¿Le
parezco borracho o trastornado? ―dijo el anciano ―. Acompáñeme, por favor.
Al
final de un largo pasillo estaba el servicio. El señor García abrió la puerta y dio la luz. Todo estaba ordenado y pulcro,
como en un barracón militar.
Peláez desenfundó la pistola para hacerse el interesante, que eso impresiona mucho al personal y llega a oídos del comisario. Necesitaba aumentar su prestigio.
―Levante
la tapa ―ordenó al anciano ―veamos a la serpiente del lago Ness…
― ¿Yo? ¿Está usted loco? ―dijo García ― ¡Ni por todo
el oro del mundo!
Y
allá fue Peláez.
Cuando
alzó la tapa, surgió la cabeza de una
boa, igual que si fuera el cesto de un faquir. Peláez pegó un respingo,
cayendo de espaldas sobre el señor García. Pero lo peor fue el tiro que se le
escapó.
―
¡Me cagüen…! ¿Está usted bien?
―Un
poco acojonado… la verdad ―contestó con un hilo de voz el señor García.
Esa
Navidad, todos los vecinos del portal se perdieron el discurso del Rey.
Prefirieron ver desde los balcones aquel espectáculo
multicolor de luces estroboscópicas: rojas las de los bomberos; amarillas
las de las ambulancias y, las de la policía, azules.
La
calle Botticelli parecía un Belén.
La
furgoneta del Zoo de Madrid no llevaba luces, pero fue la que más gustó a la gente. Cuando los empleados sacaron la
boa en un contenedor recibieron una cerrada ovación. Como los toreros.
Más
tarde se supo que el vecino del 5º-A había ido de viaje a Cuba hacía dos años. Se trajo una lombriz verde y amarilla
de recuerdo, pero cuando empezó a crecer se asustó y la tiró por la taza del
váter.
A
las ocho de la mañana, ojeroso, Peláez entró en los garajes de la Central de Policía, entregó las llaves al
encargado, firmó el parte y subió a cambiarse.
―¡Feliz
Navidad! ―gritaron sus compañeros de turno, cuando abrió la puerta del vestuario.
Todos
le esperaban sonrientes. En unas mesas improvisadas, había varias jarras de chocolate caliente y una enorme porra
enroscada, con una gran cabeza de boa de cartón en el extremo. Llevaba puesto un
capirote de Papá Noel hecho con papel de colores. Se sentaron a la mesa,
expectantes.
―
Cuenta, cuenta ―dijo Fuencisla, a su lado. A Peláez le pareció que estaba buenísima.
―
¿Sabéis lo que os digo? Me dan ganas de abandonar el Cuerpo de Policía, no aguanto más. Tanto examen
psicotécnico, tantas artes marciales, tanto estudiar criminología… ¿Para qué?
―resopló Peláez ―¿para dar porrazos a los yayoflautas y tener que
enfrentarte a una anaconda del Caribe?
―Boa,
Peláez, boa, si hubiera sido una anaconda no estarías aquí ―dijo Fuencisla―. Venga, vamos a tomarnos el chocolate
con porras, antes de que se enfríe: ¡Feliz Navidad!
Y
le estampó a Peláez un sonoro beso en todo el morro.