jueves, 2 de febrero de 2012

GROGUI

Todos tenemos recuerdos de la infancia, unos alegres y otros tristes. Quedaron grabados para siempre en nuestra memoria porque nos produjeron una gran emoción.

Las emociones que sufrí en aquella noche aciaga son imborrables y me hicieron ver el mundo de otra manera, a partir de entonces. 





Mi amigo Velázquez tenía 11 años y en esos momentos volaba por los aires, debido al puntapié que le había dado Don Jesús, hasta que se estampó contra el interior del portón de madera maciza del internado. 

Entonces aquella mole cien kilos de cura con sotana y pelo cortado a cepillo vino hacia mí resoplando y me dijo: “Ahora te toca a ti”

Ante un peligro de muerte, existen dos reacciones: te paralizas o huyes. Yo me quedé paralizado. Me gustaría saber el porqué.

Cubrí mi cabeza con las manos, en posición fetal. Los dos primeros puñetazos los aguanté bien, pero aún no estaba entrenado para parar el gancho de derecha, que se coló como un relámpago entre mis codos. 

El brutal impacto me zambulló en una nube de estrellas fugaces. Luego, poco a poco, noté el calor de la sangre que brotaba de mi nariz fracturada. 

Pero encajé el golpe sin caer; sólo me había dejado grogui. 


Mi amigo se acercó renqueando y me sostuvo. Ambos nos abrazamos y así, despacito, bajamos las escaleras que llevaban al refectorio, donde cenaba en silencio la comunidad de internos.

El lector de la Santísima Biblia, desde el púlpito, fue el primero en vernos entrar, callándose en seco. Vinieron a socorrernos.

Velázquez era huérfano de padre y madre y estaba muy delgado. Sus piernas parecían dos alambres sosteniendo unos pantalones cortos. Pero lo más asombroso es que comía por dos. Yo lo sabía con seguridad ya que se sentaba frente a mí, en la mesa de mármol blanco donde cabíamos doce chicos. Tenía el cabello y los ojos muy negros. 

Como estábamos siempre juntos, y yo era muy rubio, nos llamaban Zipi y Zape.

Aquella tarde de invierno nos estuvimos vigilando todo el rato en la hora de estudio, porque nos tocaba turno de cocina para repartir las soperas y bandejas. 

Quien llegaba antes al comedor, tenía el privilegio de elegir luego las mejores tajadas. Así que, en cuanto oímos el toque de campana que avisaba para ir a cenar, salimos corriendo del aula como dos cachorros de galgo.


Velázquez me iba ganando y miró hacia atrás justo al doblar la esquina del pasillo, sin darse cuenta de que iba directo a la barriga de Don Jesús que, de pie, estaba leyendo su Libro de Oraciones. 

Don Jesús no pudo evitar el choque: pegó un respingo, soltó un grito y dándonos dos cachetes, nos castigó de rodillas. Al pasar, nuestros compañeros nos hicieron burla.

Cuando con un gesto mandó que nos fuéramos, yo pude contener la risa, pero Velázquez no. Y aquel al que llamábamos padre, creyendo que nos reíamos de él, entró en cólera divina.

Veinticinco años después volví a ver a Velázquez en una comida de antiguos alumnos. Le conté que me había tenido que operar de la nariz, por desviación del tabique nasal. 


Zape, sonriente, me dio un abrazo de despedida diciéndome: “Zipi, a mí me sigue doliendo la patada en el culo todas las noches”.


Marcuan. 02/02/2012.

1 comentario:

  1. Que historia más triste y lo peor de todo es, que es real, dícen que todas las penas se olvidan con el tiempo, pero hay traúmas de la niñez que no se ovidan jamás y quedan guardadas en nuestro corazón toda la vida. Me ha gustado mucho

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