Acaba la aventura de Alonso en Barcelona.
Las despedidas siempre son tristes... hasta para los personajes de ficción.
Las despedidas siempre son tristes... hasta para los personajes de ficción.
Pierre Rougon volvió a saltar
por el muro de piedra trasero de la masía. Ya en la calle, desenredó
el turbante que cubría su cara y su cabeza, con el que limpió las
manchas de sangre de sus dagas curvas. Pensó que de esa
forma dejaba una falsa pista a la policía para que buscaran a un
árabe, no al alcalde de Escalquens. Guardó la bolsa negra llena de
lingotes de oro —La fortuna de los Rougon* —debajo del asiento
del scooter alquilado en Toulouse y lo lanzó a toda velocidad
cuesta abajo.
Había olvidado que la calle terminaba en una curva muy
cerrada a la derecha. Frenó a destiempo, patinó y, después de dos
latigazos, salió despedido por los aires hasta empotrarse contra una
pared de granito. En el impacto perdió el casco, que rodó por la
acera. Pudo levantarse, aunque le
dolía mucho el hombro y el tobillo izquierdos.
Se acercó a la Yamaha
destrozada y de un manotazo arrancó el asiento; cogió la bolsa,
abrió el depósito de gasolina, metió la mitad del turbante y lo
prendió fuego. Tenía que borrar cualquier rastro. Cojeando,
atravesó la carretera de Vendrell y una calle más abajo paró un
taxi. Enseñó al conductor una dirección escrita en una nota y el
taxista asintió, poniendo rumbo a El Raval. No dijo una sola
palabra durante el trayecto.
Pierre Rougon era un hombre que
copiaba el arte de los camaleones: sabía camuflarse. Controlaba
hasta el último gramo de cualquier estupefaciente que se vendiera en
las calles de Toulouse. Vivía en Escalquens, un pueblo a tan sólo
10 km de Toulouse, donde tenía su tapadera y un nombre falso: se llamaba Robert
Papillon y era su alcalde.
Ygerna de Cornualles,
secretaria del bufete de Alonso, recibió una llamada desde el
Hospital del Valle Hebrón de Barcelona. Una tal doctora Matas le
comunicó que Alonso estaba herido y que, antes de entrar en
quirófano, había pedido que le llevara unos documentos del
despacho. Tenía que llegar lo más rápido posible.
Ygerna sabía cómo hacerlo.
Se puso el mono ajustado de cuero negro y montó en “Trinity”; un milagro de la ingeniería
italiana: tres motos en una.
Reguló la ventilación de su casco Arai y arrancó el motor. Los 150 caballos de su Ducati Multiestrada S Sport desentumecían sus músculos mecánicos poco a poco, dominados por el acelerador de su dueña.
Reguló la ventilación de su casco Arai y arrancó el motor. Los 150 caballos de su Ducati Multiestrada S Sport desentumecían sus músculos mecánicos poco a poco, dominados por el acelerador de su dueña.
Volaba.
Llegó a Barcelona a media tarde y preguntó
en la recepción del hospital por la doctora Arancha Matas. En Urgencias, un celador le
señaló a la doctora que hablaba en catalán con una chica morena,
de pelo encrespado y con ojeras, mientras sostenía en la mano un
collar del que colgaba una gema de ónix negro. Se presentó.
―Hola, me llamo Ygerna, soy
la secretaria de Alonso ¿Qué tal está?.
―Grave, ha perdido mucha sangre, pero sus constantes vitales se han estabilizado ―respondió la doctora ―tiene un corazón de atleta. ¿Ygerna, sabes por qué no se dejó quitar este collar hasta quedar anestesiado?
Ónix negro |
La doctora Matas puso cara de
atención, pero no creía una sola palabra de lo que oía. Ella sólo
confiaba en sus manos de cirujana, las que habían zurcido aquella
carnicería: sesenta puntos en pecho, brazos y eminencia tenar de la
mano izquierda, donde había suturado una rama de la
arteria radial.
―Son les supersticións
mès grans que he sentit en la meva vida, tu. Això s'ho pot creure
una persona amb enteniment i assenyada? ―dijo
Marga.
―Bordel! Et encore...? Je
ne supporte pas le complexe de supériorité des patriotards de
catalans. Parle-moi en espagnol, ma belle, ou bien je continuerai à
le faire en français...ou fous le camp**―contestó
Ángela.
―¿Qué has dicho? ―Marga
se puso tensa como un arco.
―Ahora que hablas en
cristiano puedo entenderte mejor ―Ygerna
miró a Marga como una ballesta a punto de disparar.
―¡Y a ti en qué idioma te
hablan cuando estás en Francia, zorra con cap de suro! ―gritó
Marga, furiosa.
―Buenas tardes ―Carmen
Reina de Quirós podía oler la adrenalina antes del combate y
aquellas dos mujeres estaban a punto de arrojarse una contra otra,
como dos leonas. Llegó a tiempo de evitarlo.
―Policía; tranquilícense.
Documentación. André, por favor, acérquenos esas sillas ―dijo enseñando su placa.
André Puig, cabo en prácticas
de los Mossos d'Esquadra de la Generalitat de Catalunya, estaba
acostumbrado a obedecer las órdenes de la comisaria de Interpol, a
la que acompañaba, y que casi nunca cometía errores. Acercó las
sillas. Le había impresionado aquella madrileña rubia; guapa; de
piernas largas y que hablaba un francés perfecto.
Marga, después de hacer una
declaración provisional, bajó hasta el Ensanche en la moto de
Alonso; la dejó aparcada en el garaje y subió a su piso. Miró el
BlackBerry y vio que tenía doce llamadas perdidas. No esperó la
trece. Mientras marcaba un número, pensaba en lo que le decía su
padre de niña: “Marga: Molta
fressa i poca endreça...”. Y Alonso estaba haciendo
mucho, mucho ruido...y eso a ella no le gustaba.
―Xavi, pots venir a
buscar-me? Et convido a un gintonic al Paddok.
Pierre Rougon, se bajó del
taxi en la calle Guardiá, cerca del bar La Concha. Apenas podía
caminar. Entró en el portal número 11 y subió las escaleras hasta
el tercer piso, arrastrando su pie izquierdo, mientras se apoyaba en
la barandilla. Le dio miedo a caerse por el hueco de la escalera.
Todo estaba carcomido. ¡Merde! Había perdido la
concentración y eso, encima de una moto, se paga caro. Llamó al
timbre.
―Bonjour
Ramón ¿me recuerdas? ―Ramón
Macquart palideció como si se hubiera escapado de los infiernos uno
de los monstruos que había visto en sus Delirium Tremens, pero le
dejó entrar. Fueron hasta la cocina y Ramón sacó un par de vasos.
Se sentaron, llenó el suyo con agua y el de su lejano pariente con
vino. No hubo brindis. Pierre torció el gesto cuando probó aquel
vinagre. Lo escupió al suelo.
―¿Ya no bebes? ―dijo.
―Nuestra prima Sylvie* me
llamó desde Plassans para contarme la extraña desaparición de mi
hermano, cuando iba tras el rastro del tesoro de los Rougon...
―¡Y de los Macquart!
―contestó Ramón. Un
chispazo de odio iluminó sus ojos.
―Sí, también en parte es de
vosotros, los bastardos. Luego me dijo que querían entregárnoslo en
Barcelona, con la condición de que hubiera paz entre los Rougon y
los Macquart. Vine para preguntarles dónde está mi hermano. Sylvie
me dio dos direcciones: una en la calle Bosque y otra la tuya, por si
te necesitaba. Cuando llegué al caserón, no había nadie. Luego
apareció una pareja y pude ver cómo el tipo sacaba una bolsa del
interior de la chimenea. No tuve tiempo de interrogarle a mi gusto,
la mujer se puso a gritar y preferí largarme, pero me caí de la
moto como un estúpido.
Llama a este número en un teléfono público
para que vengan a buscarme. Yo nunca uso móvil.
Se levantó el pantalón;
parecía que le habían injertado una pata de elefante. Estiró la
pierna encima del asiento de una silla, resoplando. Pidió hielo.
Lo que no podía saber el
alcalde de Escalquens es que, a Ramón Macquart, le había ido a
rescatar del infierno de la drogadicción Carmen Reina de Quirós,
comisaria de la Unidad Central de Droga y Crimen Organizado de
Interpol, no Dante Alighieri,
El cabo André Puig había
nacido en el Alto Pirineo gerundense. Era joven, pero odiaba las
motos y a los moteros. Los clasificaba en: los que habían
mordido el polvo y los que lo iban a morder. Sólo había una
explicación: eran hijos de la anarquía.****
Cuando les llamaron desde la
central de la Guardia Urbana de Sants Montjuic y les contaron que un
hombre había tenido un accidente de motocicleta, la había prendido
fuego y había huido, sospecharon. Eso no lo hace ningún motero.
Tenían su descripción: varón, alto, moreno, delgado y con bigote.
Llevaba una bolsa negra. La comisaria Reina le había mandado pedir
con urgencia pruebas de A.D.N. de los cabellos encontrados en el
casco abandonado. Estaba casi segura de que se trataba del mismo
hombre que había atacado a Alonso.
―Bon día señorita.
¿Qué tal ha pasado la noche su jefe? ―dijo
André. Ygerna, que había dormido en la sala de espera del hospital, tenía un
aspecto lamentable.
―¡Peor la he pasado yo
entre estos hierros! ―contestó.
Se desperezó y sonrió a aquel hombretón de cara rubicunda y
pecosa. Le caía bien. Le gustaban los hombres discretos y aquel
parecía incluso un poco tímido. No llevaba uniforme, por lo que
pudo apreciar su musculatura.
―¿Sabéis
ya quién le ha hecho a mi jefe esta salvajada? ―preguntó.
―No estoy autorizado para
hablar del caso, pero puedo ayudarla a encontrar un buen hotel, si no
le importa ―dijo
André.
―¡Claro que no me importa,
Mozo! Necesito una buena ducha y un buen desayuno...
―Se pronuncia Mosso,
pero puedes llamarme André ―contestó
Puig.
Hacía bochorno. Ygerna, antes
de subirse a la Ducati, se quitó la chaqueta de cuero, quedándose
en camiseta de tirantes corta. Un águila real con las alas
extendidas, tatuada en su zona lumbar, resplandeció con todo su
esplendor. André Puig quedó fascinado. Empezó a sentir mariposas
volando dentro de su estómago.
―Sigo a tu coche, André
―antes de que Ygerna
se pusiera el casco se miraron a los ojos. Se sonrieron.
El águila real tatuada de Ygerna batió sus alas en varios vuelos rasantes sobre los abdominales desnudos de Puig hasta que, agotada, quedó inmóvil. Se refrescó con la brisa que entraba por el ventanal de la habitación del hotel, cercano al mar.
Ygerna de Cornualles se acurrucó junto a
André Puig como si se hubiera cobijado debajo de un águila clueca.
Pensó que aquel hombre nunca le haría el daño que llegó a hacerle
su exmarido... Pero esa era otra historia.
Ramón Macquart se levantó a
las tres de la madrugada con el sigilo que pudo. Llevaba el
móvil. Se fue al cuarto de baño y se sentó encima de la tapa del
retrete. No cerró la puerta. Tecleó: “Venga urgente a casa.
Pierre Rougon. Peligro” y lo envió. Cuando la comisaria recibió
el sms, llamó a André.
Aún no había caído el móvil
al suelo y Ramón Macquart ya estaba muerto. Un chorro de sangre, con
la fuerza de un geiser, manaba de su yugular seccionada. Pierre leyó
el mensaje y se sintió acorralado. No podía casi andar y faltaban
unas horas para que vinieran a recogerle. Esperaría. Se enroscó
como una cobra con sus dos guadañas... hasta volverse
invisible en las sombras. Era un camaleón.
La comisaria Reina cogió la
llave de debajo de la baldosa rota, donde siempre la escondía
Macquart. En la sede central de Lyón habían detectado el
desplazamiento de Pierre Rougon a Barcelona. Les alertaron. Creían
que iba a contactar con un cabecilla del narcotráfico catalán, pero
perdieron su rastro. Para su desgracia, Ramón lo había encontrado
antes de tiempo.
Abrió la puerta y entraron.
Carmen Reina de Quirós tenía
dos secretos: su hija Sol y su moto Harley XL 883L Sportste.
Ambos estaban bien guardados en Cádiz, donde había nacido. Cuando su marido
se marchó de casa, dejó crecer su cabello y se lo tiño
de rojo. El “pelo de la libertad” lo llamaba...
Era una mujer que aborrecía a
las personas que fomentan el cainismo entre los pueblos. Carmen
pensaba que no existen pueblos, sino seres humanos. Y aquel que
estaba a sus pies, tenía un tajo tan violento en la garganta que
casi estaba decapitado. Ramón Macquart, el padre de su amiga Isabel, había
ganado un pulso a la muerte, pero no el segundo. Encontraría al que
le había hecho eso.
Se fue al comedor para abrir de
par en par el balcón. El olor a muerte siempre era el mismo, pero no
se acostumbraba.
André Puig estaba
arrodillado para fijarse en el cadáver cuando una sombra se disparó
como un resorte. Levantó por instinto su brazo izquierdo y sintió
que un aguijón gigante quería perforarle el corazón, a través del
hueco de la clavícula.
Sacó con su mano derecha la pistola, pero una cuchillada le cercenó los tendones del antebrazo.
Sacó con su mano derecha la pistola, pero una cuchillada le cercenó los tendones del antebrazo.
Cayó sobre la hierba fría y húmeda de un valle de los Pirineos... o eso le parecía a él.
Pierre Rougon, revolviéndose,
lanzó una estocada mortal a la carótida de la comisaria, que venía
en auxilio de André.
Carmen la esquivó al mismo tiempo que le agarraba de la muñeca y, acelerando su impulso, le volteaba a través del balcón abierto. Pierre Rougon quedó tan asombrado que no le dio tiempo a gritar mientras caía al vacío y se rompía el cuello contra los adoquines de la calle Guardiá. La ciudad seguía durmiendo.
Carmen la esquivó al mismo tiempo que le agarraba de la muñeca y, acelerando su impulso, le volteaba a través del balcón abierto. Pierre Rougon quedó tan asombrado que no le dio tiempo a gritar mientras caía al vacío y se rompía el cuello contra los adoquines de la calle Guardiá. La ciudad seguía durmiendo.
Cuando alguien llegó con la ambulancia, acompañó
a André, malherido, al hospital. Quería tener una larga
conversación con Alonso. Llevaba una bolsa negra en la mano, llena de lingotes de oro.
Alonso recibió el alta pasados quince días.
―Adiós doctora Matas,
gracias por todo, una vez más.
―Adeu Alonso. Cuídese
―a la doctora Arancha
Matas le caía bien el sobrino de Gloria, quizás porque ella se
llamaba también Guilarte de segundo apellido. Le dio un beso en la
mejilla.
Alonso pidió al taxista que le
dejara cerca del Ensanche. Quería pasear por la ciudad en la que el
caballero de la Blanca Luna había humillado a Alonso Quijano*****,
el de la triste figura.
Don Quijote vencido en la playa de Barcelona. |
Casi cuatrocientos años después, otro
Alonso se marchaba de Barcelona triste y desfigurado.
Llamó al timbre del teléfono
automático del 5º A.
―¿Diguin?
―le
contestó una voz recia, como la del bandolero Roque Guinart*****
―Soy
Alonso, vengo a por mi moto.
Bajó Marga. Estaba como su
ciudad: preciosa. Le acompañó al garaje. Trici, junto a la Harley
Fat Bob, parecía la moto de un arganboy.
―Adiós
Marga, que seas feliz ―dijo
Alonso.
Rozaron sus labios.
Rozaron sus labios.
Estaba parado en la Plaza de
Colón, ante el mismo semáforo donde tiempo atrás Marga había saltado a su moto, cuando Trinity frenó a su lado. La reconoció enseguida. Ygerna
se levantó la visera del casco y le gritó con fuerza.
―¡Me quedo en Barcelona,
jefe! ¡Toma tu ónix negro! —Alonso
recogió el collar y lo guardó en un bolsillo. Chocaron los puños enguantados.
―Pero ¿sabes hablar en
catalán? ―contestó
Alonso.
―¡No me hace ninguna falta!
―dijo Ygerna.
Soltó al mismo tiempo una carcajada y los frenos de la Ducati y salió haciendo un caballito. Podía permitírselo: era la novia de un Mosso d'Escuadra condecorado por el Honorable President de la Generalitat de Catalunya...
Soltó al mismo tiempo una carcajada y los frenos de la Ducati y salió haciendo un caballito. Podía permitírselo: era la novia de un Mosso d'Escuadra condecorado por el Honorable President de la Generalitat de Catalunya...
Marcuan. Copyright
* Ver relato anterior: El secreto del viejo
cementerio de San Mittre.
** ¡Coño! Ya empezamos, no
soporto el complejo de superioridad de los independentistas catalanes.
Háblame en español, rica, o te seguiré hablando en francés...
***Autor: Ignacio Ramón Martín
Vega. Asociación de Escritores de Madrid.
**** Título del próximo
estreno de una serie americana sobre moteros.
*****“De lo que sucedió a
Don Quijote yendo a Barcelona”. Capítulos LX y LXI. Miguel de Cervantes Saavedra.
hey! que bueno! un saludo desde Girona...
ResponderEliminarGracias Dave: Tenía dudas...
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