martes, 9 de abril de 2013

MÁS LEJOS



Una sonrisa nos vendrá bien a todos, eso espero, aunque haya gente tan estúpida capaz de morir así. 

Hasta pronto, amigos.


Chueca

Jacinta rabiaba. Hacía muchos años que era portera de la casa y nunca le había ocurrido nada parecido.

― Don Paco, como es usted el presidente de la comunidad, dígaselo al administrador: por la mañana me encuentro la acera llena de esputos.

― ¿Espu…qué? ―.Preguntó Don Francisco, alarmado.

― ¡Escupitajos! ¡Es asqueroso!

La comisaria Carmen Reina de Quirós acababa de recibir un importante soplo: Marcel Feijó y Alberto Dorado, calle Pelayo número 7, 4º derecha, barrio de Chueca.


Trabajaba en la Unidad de Drogas y Crimen Organizado de Madrid y tenía fama de combatir al narcotráfico como un elefante: paso lento, pero imparable.  André Puig lo sabía y no le quitaba ojo de encima para aprender. No era difícil porque Carmen, divorciada hacía  poco, estaba radiante, en todo el esplendor de la madurez.

―Puig, tiene que ir a investigar el chivatazo sobre estos  narcos. Reparta las fotos de los sospechosos entre los agentes.  Monte un dispositivo discreto por los alrededores de la calle Pelayo. No los pierdan de vista― ordenó―. Avíseme si hay novedad, sis pla.

Si us plau, comisaria. Se le está olvidando el catalán ―contestó Puig.

Carmen había empezado su carrera policial en Barcelona, donde aprobó la oposición.

―Bueno ¡qué más da! si ya parece que no os vais a independizar ¡os falta la bolsa que sone en el canut! ―dijo riendo Carmen.

―Todo llegará, comisaria...

―Sí, cuando a las ranas de las marismas de mi pueblo les salgan pelos. Por cierto― dijo Carmen― ¿Todavía no conoce las playas de San Fernando en Cádiz? Cuando te bañas te caes de Europa, quillo.

―Aún no, pero en la montaña, cuando salía de bañarme en el río, se me congelaba el pelo ¡Eso sí que impresiona!

André Puig había nacido en el Pirineo gerundense. Era un hombretón rubicundo y noble, cabo de los Mossos d’Escuadra que estaba de prácticas en la capital de España. Quería especializarse en narcotráfico. Soñaba con dirigir, algún día, una Brigada Antidroga  de la Generalitat de Catalunya.

―¡Se le quedarían como perdigones, cabo, habría que habérselos visto! ―rió Carmen.

André Puig enrojeció.

Alberto Dorado había perdido. Su último salivazo, de los tres a los que tenía derecho, se había quedado a dos palmos del de su amigo, en la acera de enfrente. Marcel Feijó daba saltos por el piso como un demente. A Alberto le fastidiaba haber perdido la apuesta de ese día: seis mil euros.

―Estoy hasta los mismísimos cojones de este puto Madrid ―murmuró ―cualquier día en vez de escupitajos pego tiros. ¡Qué aburrimiento!

Marcel dejó de dar brincos y se puso serio. Conocía a su amigo y sabía que, cuando se cabreaba, era peligroso. 

―Venga Alberto, aguanta un poco, mañana viene el camión, lo descargamos en el almacén, cobramos  y nos piramos a La Coruña. Luego ya sabes lo que nos espera cabronciño: ¡juerga!

―Vale, pero te apuesto triple o nada a que esta vez llego más lejos.

―¿Dieciocho mil? Tú estás loco…

Marcel Feijó se arrepintió de haberlo dicho. Cuando se asomó a los ojos de su amigo y vio el abismo, ni un tifón en la Costa de la Muerte le hubiera dado más escalofríos. Palpó su estilete por instinto, afilado como una lengua de cobra, que siempre llevaba oculto en la cadera izquierda.

―Bueno tío, pero antes necesito tomarme unas cervezas.

―Yo también ―dijo Dorado.

Bebieron en silencio hasta emborracharse.

La noche había caído sobre los tejados rojizos del barrio de Chueca y luces amarillas, titilantes, aletargaban las sombras de la calle. Los dos amigos abrieron de par en par las ventanas del balcón y una brisa fría y seca les cortó el rostro, azulando sus venas. Estaban en el último piso, a veinte metros del suelo. Olía a churros.

―Tú primero Marcel ―dijo Alberto.

Feijó lanzó el lapo con todas sus fuerzas, consiguiendo llegar a una distancia difícil de batir. Sonrió, creyéndose ganador. Cuando se volvió desafiante para mirar a su compañero, no estaba.

Alberto Dorado había cogido carrerilla desde el fondo de la habitación para tomar impulso, llegó hasta la barandilla del balcón y escupió, como si quisiera lanzar por su boca el fuego de un dragón.

―¡Atención a todas las unidades! ―gritó Puig  desde la radio patrulla―. ¡Sospechoso caído al vacío! ¡Adelante con la operación Nécora!

Un enjambre de atletas azules salió zumbando desde todas las direcciones.


Marcel Feijó, antes de ser detenido, hacía esfuerzos para que los ojos no se le salieran de sus órbitas: alucinaba.

Había visto despanzurrarse a su compinche contra los adoquines de la calle por ganarle la apuesta… Y lo había conseguido.




Marcuan. 09/04/2013.

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