lunes, 1 de abril de 2013

LA PEQUEÑA RUSIA



Mientras las aguas vuelven, poco a poco, a sus cauces; recupero este relato de otro concurso. Durante esta Semana Santa he vuelto a visitar La Pequeña Rusia… Y a recordar su histórica "drea".

Segovia



Echeguren se colocó como un francotirador,  sin ser detectado. 


Apoyó su espalda en la pared de la leñera, manchada por toneladas de carbón y estiró suavemente las gomas, al mismo tiempo que  apuntaba a la cabeza del hijo del Teniente Coronel de la Casa Cuartel de la Guardia Civil de Segovia…


Apretó  con sus dedos la badana cebada con un guijarro redondo, de mármol rojizo y disparó. Era un tirachinas magnífico.


Corría  el año 1955  cuando terminaron de construir varios bloques de viviendas en la periferia de la ciudad. Yo tenía cuatro años y me trasladé con mis padres a nuestro nuevo piso. Un mundo maravilloso  apareció ante mis ojos: chisqueretas, terraplenes, renacuajos, mis primeros amigos.

Jugábamos a la guerra en el cercano Cerro del Ahorcado,  donde la Inquisición  ajusticiaba a los penados en la Edad Media. Podíamos bañarnos desnudos  en el río Clamores, de aguas recién fundidas en la Sierra del Guadarrama. Nuestras ropas siempre olían a tomillo y a cantueso.

Pronto tuvimos  parroquia  y  se nos empezó a conocer como  barrio de San José Obrero.

—Papá, todos lo tienen ¿me vas a hacer un tirador?

Mi padre había estado en la Guerra Civil y era muy mañoso, como todo superviviente.  Acopló dos gomas sanitarias  a una horquilla de hierro, simétrica y bien equilibrada.

Cuando se lo enseñé a Echeguren, el jefe de la banda,  lo estuvo probando para estudiar su calibre y precisión. Era un chico mayor,  hijo de un ferroviario, flaco como un junco, que llevaba pantalones  cortos llenos de culeras y zurcidos. Vivían en el piso de abajo.

—Marcuan, es un tirador buenísimo. Mañana, cuando vayamos a la drea contra los del Cuartel, me lo dejas ¿vale? —me dijo Echeguren.

Le hubiera seguido al infierno sin pestañear, de habérmelo pedido.

Al mediodía del día siguiente,  en una gran pradera, nos reunimos las bandas del barrio como las tribus sioux, frente a las tapias que protegían al batallón de los hijos de los guardias civiles. 

Nuestros generales nos explicaron el plan de ataque y nos desplegamos  en abanico.

—¡Venid aquí, muertos de hambre! ¿Queréis peladillas? —nos gritaban desde las tapias.

Echeguren había calculado la distancia exacta  a la que podía llegar una piedra de tamaño medio, lanzada por nuestro enemigo. Mandó colocar  las tropas más bisoñas en vanguardia, como hizo Aníbal Barca en las Guerras Púnicas contra las legiones romanas. Los mayores cubrían la retaguardia.

—Marcuan, déjame tu tirador —me dijo Echeguren y desapareció.

Comenzó la pedrea.

Una lluvia de trozos de granito salía con el ritmo de un diapasón desde la tapia fortificada y caía justo a nuestros pies. Como nos habían ordenado,  recogíamos  aquellas piedras  y  se las devolvíamos.

Cayeron en la trampa: mientras los más pequeños realizábamos  las maniobras de distracción, Echeguren  escaló hasta el pequeño portillo que daba a la leñera del cuartel, lo abrió, se introdujo en él y nació una leyenda.

Los alaridos de dolor del hijo del Teniente Coronel, tras el brutal impacto,  paralizó de terror a sus compañeros y dejaron de tirarnos piedras. Era la señal  para atacar la muralla a la carrera.  Los hijos de la Benemérita quedaron atrapados entre dos fuegos: una escabechina.


— ¡Tomad vuestras peladillasgurapas!—les gritábamos con todas nuestras fuerzas.

Al día siguiente mi madre me habló con seriedad, en la cocina.

—Marco, no vas a ir a más pedreas con los chicos mayores y olvídate de tu tirador ¿entendido? —dijo.

Bajé a jugar a la calle y mis amigos me contaron que al hijo del Teniente Coronel casi le sacan un ojo. De repente, asombrados, vimos subir por la cuesta, entre dos guardias civiles, a Echeguren: le llevaban a su casa con las manos encadenadas a la espalda.

Jamás dijo de quién era el tirador que le habían confiscado.

Las tapias del Cuartel de la Guardia Civil de Segovia amanecieron rematadas con alambre de espino, y a mi barrio se le conoció en toda la ciudad, desde entonces, como La Pequeña Rusia.

Con nueve años aprobé el examen de ingreso al Bachillerato, mientras  Echeguren empezaba a trabajar como aprendiz de albañil. Cuando,  nueve años más tarde,  me fui a estudiar a la Universidad de La Coruña, nuestros caminos se bifurcaron para siempre.

La vivienda de San José Obrero se quedó vacía durante mucho tiempo. Cuando la heredé, decidí venderla. En el barrio ya nadie me conocía.

Los bajos de la  antigua iglesia se habían reconvertido en una mezquita.  El día que fui a entregar las llaves al nuevo propietario, quise despedirme de Echeguren y llamé a su puerta.  Nadie contestó. Salí a la calle.

—¡Marcuan! ¿Eres tú?

—¡Pedrito! ¿Aún me recuerdas? —contesté al hijo del carnicero.

—¡Cómo no, si tenías el mejor tirachinas del barrio! —dijo Pedro.
Le pregunté por Echeguren y se puso serio.

—Ganó mucho dinero como maestro albañil, pero ya sabes el tiempo que hace en Segovia. Me dijo que en las obras había que beber para quitarse el calor en verano y el frío en invierno. Se volvió muy violento y su familia lo abandonó. Apareció muerto en el pasillo de su casa. Tardaron tres días en encontrarlo.

Nos despedimos, me puse el casco y arranqué la moto. Pasé junto al cuartel de la Guardia Civil.  La pradera era ahora un jardín boscoso y sobre las viejas tapias habían construido nuevas viviendas. Ni rastro de las alambradas de espino.

Pero no pude evitarlo, mientras apretaba el acelerador a fondo camino de Alcalá,  grité con todas mis fuerzas:

—¡Tomad vuestras peladillasgurapas!

Marcuan.




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