Mientras las aguas vuelven, poco a poco, a sus cauces; recupero
este relato de otro concurso. Durante esta Semana Santa he vuelto a visitar La
Pequeña Rusia… Y a recordar su histórica "drea".
Echeguren se colocó como un francotirador, sin ser
detectado.
Apoyó su espalda en la pared de la leñera, manchada por toneladas de
carbón y estiró suavemente las gomas, al mismo tiempo que apuntaba a la
cabeza del hijo del Teniente Coronel de la Casa Cuartel de la Guardia Civil de
Segovia…
Apretó con sus dedos la badana cebada con un guijarro
redondo, de mármol rojizo y disparó. Era un tirachinas magnífico.
Corría
el año 1955 cuando terminaron de construir varios bloques de viviendas en
la periferia de la ciudad. Yo tenía cuatro años y me trasladé con mis padres a
nuestro nuevo piso. Un mundo maravilloso apareció ante mis ojos:
chisqueretas, terraplenes, renacuajos, mis primeros amigos.
Jugábamos a
la guerra en el cercano Cerro del Ahorcado, donde la Inquisición
ajusticiaba a los penados en la Edad Media. Podíamos bañarnos desnudos en
el río Clamores, de aguas recién fundidas en la Sierra del Guadarrama. Nuestras
ropas siempre olían a tomillo y a cantueso.
Pronto
tuvimos parroquia y se nos empezó a conocer como barrio
de San José Obrero.
—Papá,
todos lo tienen ¿me vas a hacer un tirador?
Mi padre
había estado en la Guerra Civil y era muy mañoso, como todo superviviente.
Acopló dos gomas sanitarias a una horquilla de hierro, simétrica y
bien equilibrada.
Cuando se
lo enseñé a Echeguren, el jefe de la banda, lo estuvo probando para
estudiar su calibre y precisión. Era un chico mayor, hijo de un
ferroviario, flaco como un junco, que llevaba pantalones cortos llenos de
culeras y zurcidos. Vivían en el piso de abajo.
—Marcuan,
es un tirador buenísimo. Mañana, cuando vayamos a la drea contra los del Cuartel, me lo dejas ¿vale? —me dijo Echeguren.
Le hubiera
seguido al infierno sin pestañear, de habérmelo pedido.
Al mediodía
del día siguiente, en una gran pradera, nos reunimos las bandas del
barrio como las tribus sioux, frente a las tapias que protegían al
batallón de los hijos de los guardias civiles.
Nuestros generales nos explicaron el plan de
ataque y nos desplegamos en abanico.
—¡Venid
aquí, muertos de hambre! ¿Queréis peladillas?
—nos gritaban desde las tapias.
Echeguren había calculado
la distancia exacta a la que podía llegar una piedra de tamaño medio,
lanzada por nuestro enemigo. Mandó colocar las tropas más bisoñas en vanguardia,
como hizo Aníbal Barca en las Guerras Púnicas contra las legiones romanas.
Los mayores cubrían la retaguardia.
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—Marcuan,
déjame tu tirador —me dijo Echeguren y desapareció.
Comenzó la
pedrea.
Una lluvia
de trozos de granito salía con el ritmo de un diapasón desde la tapia
fortificada y caía justo a nuestros pies. Como nos habían ordenado,
recogíamos aquellas piedras y se las devolvíamos.
Cayeron en
la trampa: mientras los más pequeños realizábamos las maniobras de
distracción, Echeguren escaló hasta el pequeño portillo que daba a la
leñera del cuartel, lo abrió, se introdujo en él y nació una leyenda.
Los
alaridos de dolor del hijo del Teniente Coronel, tras el brutal impacto,
paralizó de terror a sus compañeros y dejaron de tirarnos piedras. Era la
señal para atacar la muralla a la carrera. Los hijos de la
Benemérita quedaron atrapados entre dos fuegos: una escabechina.
— ¡Tomad
vuestras peladillas, gurapas!—les gritábamos con todas
nuestras fuerzas.
Al día
siguiente mi madre me habló con seriedad, en la cocina.
—Marco, no
vas a ir a más pedreas con los chicos mayores y olvídate de tu tirador
¿entendido? —dijo.
Bajé a
jugar a la calle y mis amigos me contaron que al hijo del Teniente Coronel casi
le sacan un ojo. De repente, asombrados, vimos subir por la cuesta, entre dos
guardias civiles, a Echeguren: le llevaban a su casa con las manos encadenadas
a la espalda.
Jamás dijo
de quién era el tirador que le habían confiscado.
Las tapias
del Cuartel de la Guardia Civil de Segovia amanecieron rematadas con alambre de
espino, y a mi barrio se le conoció en toda la ciudad, desde entonces,
como La Pequeña Rusia.
Con
nueve años aprobé el examen de ingreso al Bachillerato, mientras Echeguren empezaba a trabajar como aprendiz de
albañil. Cuando, nueve años más tarde, me fui a estudiar a la
Universidad de La Coruña, nuestros caminos se bifurcaron para siempre.
La vivienda
de San José Obrero se quedó vacía durante mucho tiempo. Cuando la heredé,
decidí venderla. En el barrio ya nadie me conocía.
Los bajos
de la antigua iglesia se habían reconvertido en una mezquita. El
día que fui a entregar las llaves al nuevo propietario, quise despedirme de
Echeguren y llamé a su puerta. Nadie contestó. Salí a la calle.
—¡Marcuan!
¿Eres tú?
—¡Pedrito!
¿Aún me recuerdas? —contesté al hijo del carnicero.
—¡Cómo no,
si tenías el mejor tirachinas del barrio! —dijo Pedro.
Le pregunté
por Echeguren y se puso serio.
—Ganó mucho
dinero como maestro albañil, pero ya sabes el tiempo que hace en Segovia. Me
dijo que en las obras había que beber para quitarse el calor en verano y el
frío en invierno. Se volvió muy violento y su familia lo abandonó. Apareció
muerto en el pasillo de su casa. Tardaron tres días en encontrarlo.
Nos
despedimos, me puse el casco y arranqué la moto. Pasé junto al cuartel de la
Guardia Civil. La pradera era ahora un jardín boscoso y sobre las viejas
tapias habían construido nuevas viviendas. Ni rastro de las alambradas de
espino.
Pero no pude evitarlo, mientras apretaba el acelerador a fondo camino de
Alcalá, grité con todas mis fuerzas:
—¡Tomad
vuestras peladillas, gurapas!
Marcuan.
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