sábado, 3 de diciembre de 2011

LA MÁS FEA DE LA CLASE.

¿Sabéis una cosa? Nunca es tarde para aprender. Lo estoy comprobando en este último tercio de mi vida. Estoy aprendiendo a escribir. Ya no hago palotes, ahora hago relatos. Y mi nueva profesora, al igual que la primera en mi niñez, guía mi mano con infinita paciencia. El resultado es el que vais a conocer todos vosotros ¿por qué guardarlo en un cajón, escondiéndolo? 

Ojalá pueda alegraros o conmoveros. Quizás pueda daros pistas para tomar una buena decisión, pero mi deseo es de que os divirtáis mucho leyéndolas. De que paséis un buen rato. 

Gracias a mis queridos amigos y familiares a los que he pedido su opinión y, quizás, he robado su precioso tiempo que dedican a cosas más importantes. A casi todos les gustan mis historias y, por ello, me he decidido a publicarlas en este blog. Así dejaré de enviárselas personalmente.

Voy a empezar por la última que he escrito, porque toda mi vida me he sentido culpable por actuar realmente como lo cuento: las personas debemos reconocer nuestros errores para no volver a cometerlos. En mi caso, como educador, me he referido a esta historia  durante todos los  cursos, cuando estaba activo, para enseñar a mis alumnos respeto a  cualquier persona, tenga el aspecto que tenga. 



 
El maldito autobús se averió subiendo la empinada cuesta de San Juan, a la altura de la fuente del Piojo. Por su culpa llegué tarde esa mañana a la clase de Sociología, mi asignatura preferida, en la Escuela Normal de Magisterio.

En mi fuero interno me consideraba superior a mis compañeros porque venía "rebotado" de la Universidad Laboral de La Coruña. El curso anterior estaba matriculado en Náuticas ya que había querido ser capitán de un barco mercante y no pude aprobar ni una sola asignatura: las matemáticas me resultaron insuperables. Adiós al flamante uniforme blanco con botones y charreteras doradas, adiós a un sueño de adolescente.

Doña Amparo, una profesora de mediana edad, risueña, todavía exuberante, me permitió entrar. Sabía que me encantaban sus clases magistrales. En su especialidad sacaba las mejores notas, por lo que me odiaba -a muerte- la más empollona de mis compañeras.

Nos sentábamos en pupitres de a dos. Y sólo quedaba un sitio libre, el que ocupaba Rosario, al fondo del aula, la chica que mi pandilla había elegido como la más fea de  todas. Tuve que sentarme a su lado, observando las burlas silenciosas y disimuladas que me dirigían mis amigos ¡maldita sea!

A Rosario ni siquiera la miré. Me coloqué en la mesa dándole la espalda, como un estúpido y soberbio niño engreído y maleducado. Imperdonable. Empecé a coger apuntes inmediatamente. Y de pronto, el bolígrafo empezó a fallar, hasta quedarse seco. Maldije entre dientes.

Toma Marco, tengo un bolígrafo de repuesto dijo en voz baja Rosario. Se lo cogí de un manotazo, sin darle siquiera las gracias. Acabó la clase y no me quedó más remedio que devolvérselo.

Espera un poco, copia los apuntes que te perdiste al llegar tarde ¿te ha ocurrido algo grave? tenía una voz aterciopelada, angelical. Empecé a fijarme en ella.

Rosario llevaba su pelo recogido con horquillas baratas. Sus anticuadas gafas de gruesos cristales, apenas dejaban adivinar los ojos. Una verruga pilosa, oscura, le afeaba un lateral de la cara. Tenía un rostro redondo y algo pálido. Vestía pobremente. Nos quedamos hablando cerca de una hora.

Rosario había nacido en un pueblo de la sierra pobre segoviana. Huérfana de padre y madre a los siete años. Estudiaba gracias a una beca -insuficiente- que tenía que complementar haciendo todo tipo de trabajos domésticos en la residencia propiedad de las monjas. Allí vivían casi todas sus compañeras de estudios.

Entré en el bar sabiendo la rechifla que me esperaba. Mis amigos estaban allí, todos, esperándome ansiosos. Cuando me vieron armaron un gran escándalo, entonando con sus vozarrones la marcha nupcial. Se fueron calmando hasta que por fin pude hablar. Me escucharon con expectación.

¿Sabéis lo que os digo? Pues que a mí, Rosario, ya no me parece tan fea, aunque reconozco que Julia la supera. 

Julia, cuando mirabas su rostro pecoso, daban ganas de comérselo de un solo mordisco. ¡Uf! Hija única de médicos. Inalcanzable. 

Una soleada mañana de Junio recibí en mi casa una carta certificada: CELEBRACIÓN DEL 25 ANIVERSARIO DE LA PROMOCIÓN 1972 DE LA ESCUELA DE MAGISTERIO DE SEGOVIA.

Acudimos todos, excepto los estudiantes y profesores que habían muerto. Llegué tarde, en el mismo momento en el que iban a hacer la fotografía a todo el grupo, junto a la Escuela. Entré a toda pastilla subido en una Yamaha 1.200 FJ; una moto tan grande que parecía que la pilotaba un joven muñeco airganboy. Me puse tan nervioso que subí por las escaleras de la plazoleta y casi atropello al fotógrafo. Mis viejos amigos se partían de risa.

Entramos en el restaurante y nos fuimos colocando para comer. A mi lado quedaba una silla vacía. Se acercó una desconocida y se sentó en ella. Al instante me vi envuelto por un tenue y agradable olor a rosas frescas. Aquella mujer de cabello moreno y rostro redondo, limpio, con un cuerpo atlético y grácil, vestía una ropa sencilla, elegante, y muy conjuntada. Apenas llevaba joyas e irradiaba seguridad en sí misma. Me sentí en el cielo junto a un ángel.

¿Marco, no me reconoces? dijo mirándome con sus ojazos negros, inteligentes, burlones, mientras sonreía... No contesté. Mi cara de pasmado hablaba por los dos. Entonces, abrió su bolso de marca y extrajo un bolígrafo plateado, pulido, de metal reluciente, y me lo entregó.

 Toma, éste no te lo presto, te lo regalo para que no vuelvas a olvidarte de mí.

Era Rosario. Hablamos otra vez durante mucho tiempo. En ese mismo momento ocupaba el puesto de Alcaldesa del pueblo más grande y próspero de la provincia, además de haber sido elegida Presidenta de la Diputación Provincial, por unanimidad. La primera mujer en la historia de España que lo conseguía. Su matrimonio con un terrateniente era todo un éxito, como demostraban las fotos de su pareja y de sus tres hijos.

 ¡Qué tonto eras, Marco! dijo al despedirse, dándome un beso.

 Adiós Rosario, me has dado la lección de mi vida. Te prometo que se la contaré a todos los alumnos que tenga.

Siempre he cumplido esa promesa.

Tampoco reconocí a Julia. Se había casado antes de terminar los estudios con el Conejo, un heroinómano que acabó arrastrándola a los infiernos.

¡Qué tonto eras, Marco! oigo en mi cabeza de vez en cuando, al ir esquivando el tráfico de Madrid, subido en una MP3 500 LT Sport, tan grande, que parece que la pilota un  viejo muñeco airganboy...

Marcuan.

1 comentario:

  1. Grande historia!! la pura realidad es que desgraciadamente siempre nos fijamos en lo superficial y desechamos a las personas por no tener tal o cual imagen, reputación, etc. (como se dice en la actualidad "porque no mola"). No sabemos las vueltas que puede dar la vida y ya se sabe que nunca hay que decir "de este agua no beberé". Saludos y espero verte en clases de boxeo. Armando

    ResponderEliminar