Hoy voy a contar uno de los hechos más importantes de mi vida: la cambió para siempre.
Desde entonces pienso que hay que enfrentarse a las dificultades con valentía e inteligencia.
Mucho han mejorado las cosas en nuestro país, y sin duda, una de ellas, ha sido el Ejército Español.
Que lo paséis bien, amigos.
Septiembre de 1975: Un gran espejo colgado de la pared del pasillo de la Pensión Puebla en Burgos, reflejaba mi imagen, la imagen de un joven feliz. No sabría decir cuánto tiempo estuve observándome, pero recuerdo mi rostro alegre, barbado, mientras mis brazos apretaban el tabardo de piel de mutón ―recién comprado― contra mi pecho.
Un cabello rubio y largo tapaba el cuello vuelto de lana blanca. Era el primer día que había trabajado como maestro.
Julio de 1974: Cuando bajé del autobús que transportaba a los quintos del 50 desde Segovia, me di de bruces con la arena del anfiteatro romano: un infierno.
Encima del portón de la entrada se leía: "Centro de Instrucción de Reclutas VI: El Ferral del Bernesga. León".
Cuando llegamos al barracón de la 1ª Compañía, 1º Batallón, los veteranos nos recibieron entre insultos y risotadas, mientras nos proporcionaban el correaje, las botas y las ropas de recluta. Y un número: a mí me tocó el 52.
Nos cambiamos y entre empujones salimos al patio, donde pude observar que habían conseguido borrar nuestra personalidad vistiéndonos a todos por igual y despojándonos de nuestros nombres: nos llamaban por nuestro número.
―¡Atentos, fiiirrrmés! Soy el teniente Ortiz, he sido caballero legionario y en esta Compañía no hay capitán, solo mando yo ¡hijos de puta! La 1ª Compañía es la que mejor ha desfilado siempre en este Campamento; y va a seguir haciéndolo. ¡Entendido!
―Oye tú ¿se puede traer comida de casa? ―dijo uno de la primera fila, dirigiéndose al oficial.
El teniente Ortiz, un hombre maduro, moreno, con un bigote lineal encima de unos labios cortados a cuchillo, bajito y grueso de cintura, se acercó al número 13 y le arreó un tortazo descomunal. La cara pecosa del agredido empezó a ponerse colorada por la ira. Levantó la mano, grande como un manojo de plátanos, contra el teniente.
Con gran agilidad, éste desenfundó su pistola y le apuntó al corazón.
―¡Si te mueves te pego un tiro, so cabrón!
El miedo podía olerse desde cien metros. Jamás me ha vuelto a rodear un silencio tan absoluto.
Tres meses antes de estos hechos, yo estaba estudiando catorce horas diarias para presentarme a las oposiciones de Magisterio y había conseguido aprobar cuatro de los cinco exámenes de la prueba. Sabía que tenía derecho a un permiso para acudir al último examen, el más simple, a la semana siguiente y no estaba preocupado. Me presenté al teniente para solicitárselo.
―De aquí no sale nadie hasta jurar bandera, pasados quince días ¡a tomar por culo, recluta 52!
Me quedé petrificado, como una estatua de sal. Rompió los papeles que justificaban mi solicitud delante de mis narices.
―¡Que te he dicho que te vayas a tomar por culo, so gilipollas!
Esa noche no pude conciliar el sueño. De los cercanos y pestilentes retretes, iluminados por una sucia bombilla de 20 voltios, salió una rata que poco a poco se fue acercando a mi litera.
Sostuve la mirada de la rata. Al tomar un sorbo de güisqui de mi petaca, se alejó.
―Oye cabo, disculpa, pero me he enterado de que los veteranos os escapáis del campamento por la senda de los elefantes para ir a beber a los chigres. ¿Podrías indicarme el camino?
Le tuve que contar el porqué y después de aceptar unos cuantos tragos de mi Chivas Regal, conseguí que me dibujara un mapa.
Tracé un plan: mañana por la noche me escapo, cojo un tren nocturno en León, hago el examen a las nueve de la mañana y me presento en el cuartel de la Guardia Civil, como desertor.
El cabo primero me había advertido: "52, es un mal momento, Franco tiene flebitis en una pierna y estamos acuartelados, las patrullas van armadas con fuego real. Ten cuidado: te juegas la vida".
Caminando por el Campamento militar, rodeado por 5.000 hombres, me sentía la persona más sola del mundo.
Pasé por delante de la capilla. Mi fe había desaparecido tiempo atrás, pero un impulso me obligó a entrar. El capellán estaba encendiendo unas velas y me miró sorprendido: sólo estábamos él y yo.
―¿Te pasa algo?
Rompí a llorar. Era como si las cataratas del Niágara salieran por mis ojos. Se sentó junto a mí durante un cuarto de hora, hasta que pude calmarme. Le conté mis propósitos.
Cuando acabé, sonriendo, levantó la solapa de su sotana: aparecieron tres doradas estrellas de cinco puntas, que indicaban su condición de capitán. Allí aprendí que los curas castrenses también tienen graduación militar.
― Preséntate mañana a las nueve en la Sala de Oficiales, para recoger tu permiso. Y buena suerte en el examen.
Los rumores decían que el teniente Ortiz tenía una condecoración maldita: La Cruz Negra. Dice la leyenda que se concede al degradar a un oficial por cometer un acto grave: como reventar a patadas a un legionario.
Sólo el sacerdote, mi protector, acompañaba al teniente durante las comidas, mientras que el resto de los oficiales le rehuían.
Rapado al cero junto al río Arlanzón en Burgos, a las ocho en punto de una húmeda mañana de Julio, tiritando, esperé al autobús con los libros de texto de 4º de E.G.B. bajo el brazo. Se trataba de la prueba más sencilla: programar una clase. En la misma parada se presentó una chica con una pila de libros de 5º de E.G.B.
―Oye, perdona ¿vas al examen de las oposiciones? ―le pregunté.
―Sí, ¿tú también?, ¿no te has enterado de que han cambiado de curso de programación? Con esos textos no te van a dejar entrar.
Me pareció sentir que el suelo se abría bajo mis pies. En ese momento sonó la campana de la Iglesia del Colegio de los Marianistas, justo enfrente.
―¡Ave María Purísima ―grité a la celosía del confesionario―. Mire, padre, no vengo a confesarme, vengo a que me proporcione libros de 5º de E.G.B.
―Sin pecado concebida. Pues a estas horas el Colegio está cerrado y no tengo las llaves. Pregunta en el de los Hermanos Maristas que está detrás de esta misma calle.
Llamé al timbre. Cuando el hermano Joaquín apareció en la puerta, soñoliento, me reconoció.
―¡Gilarranz! ¿Qué haces tú por aquí? ―. De niño, había sido alumno suyo en Segovia.
Quedaban veinte minutos para el comienzo del examen. Le expliqué el problema. Subió corriendo las escaleras y cuando bajó, casi no pude sostener tantos libros. Me dí la vuelta y empecé a correr.
―¿Pero dónde vas, alma de Dios? ¡Hay ocho kilómetros hasta la Universidad! Te he pedido un taxi, mira ahí llega.
Si existe el paraíso, el hermano Joaquín está en él, junto a San Marcelino de Champagnat, fundador de la Orden de los Hermanos Maristas.
Aprobé.
A las diez de la noche ―en el barracón ―vinieron en mi busca dos cabos primeros para llevarme ante el teniente Ortiz.
―¡Dá Vd. su permiso, mi teniente! ―me cuadré, tieso como una estaca―. ¡A sus órdenes, se presenta el recluta número 52 de la 1ª Compañía, 1º Batallón! ―no me mandó descanso.
―Oye una cosa, chulo de putas, ándate con cuidado que tú no vas a salir vivo de este Campamento...
―¡Sí, mi teniente! ¿Ordena Vd. alguna cosa más? ―contesté, sosteniendo su mirada.
― ¡Vete a tomar por culo, so maricón!
Acabé convirtiéndome en un soldado digno de luchar con las legiones de Publio Cornelio Escipión "El Africano", vencedor de Aníbal Barka.
Durante los dos meses siguientes ―Julio y Agosto ―perdí ocho kilos de peso, fraguando mi espíritu y mi cuerpo en la instrucción. Desmontaba y montaba el fusil con los ojos tapados; era el que más corría, más rápido reptaba entre alambradas de espinos y mejor disparaba; desfilaba a la perfección; llegaba en cabeza en marchas nocturnas de más de 40 km; sabía el significado de todos los toques de corneta; me rapaba el pelo a cero cada semana y vestía impecablemente.
También tuve que emplear la astucia para evitar trampas y provocaciones: cambio de botas por un número menor, insultos de sicarios del teniente durante las comidas, inspecciones sorpresa en busca de panfletos subversivos o de pornografía.
Con 45 grados a la sombra, después de una carrera de castigo a la Compañía, soporté que permitieran beber agua a mis compañeros, excepto a mí.
Hasta que llegó mi venganza: el desfile de jura de la bandera.
La 1ª Compañía, 1º Batallón abría la marcha de todo el Campamento, a ritmo de tambores y cornetas, enfilando hacia la grada de autoridades.
El teniente Ortiz en traje de gala, a la cabeza, llevaba el sable desenvainado, que refulgía al sol.
Justo cuando lo levantó hasta la barbilla, para saludar al Teniente Coronel, no pudo ver cómo su mejor soldado, en el corazón de su tropa, cambiaba el paso adrede, sembrando el caos: unos fusiles subían, mientras otros bajaban...
Fue, por primera vez en su historia, el peor desfile de la 1ª Compañía, 1º Batallón.
Más tarde me acerqué a la capilla con un paquete debajo del brazo: era un regalo. El cura abrió la caja y extrajo una copia, en piedra blanca, de la virgen románica que preside en lo alto del acueducto, desde una hornacina, la plaza del Azoguejo de Segovia. Sonrió complacido.
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Foto: Marcuan |
―¿La has hecho tú? ¿No? Pues quédate con ella, que la necesitas más que yo ―dijo, guiñándo un ojo.
― ¡A sus órdenes, mi capitán!
Nos despedimos con un abrazo. Esta vez no lloré.
Diciembre de 2011: La copia de la virgen románica del Azoguejo, de ojos almendrados y sonrisa arcaica, preside mi escritorio. Descansa sobre una vieja cartilla del Servicio Militar de Las Fuerzas Armadas Españolas, con los números: 01/52 garabateados en la portada.
En su página 24 se puede leer que al recluta Marco Antonio Fernández Gilarranz, el valor: "Se le supone".
Firmado: El teniente Ortiz.
Marcuan.